lunes, 29 de agosto de 2016

(Auto) reconciliación. O lo que ya no se extraña de Caracas

Cuando se vive del recuerdo es muy difícil establecer una diferencia entre aquello que extrañamos porque en realidad formaba parte de nuestro entorno o, en el peor de los casos, resulta una idealización propia de la nostalgia. Eso me ocurre con Caracas. Más que la ciudad en sí y sus iconos, prefiero imaginar recorridos por espacios que poco a poco fui personalizando, hasta el punto de considerarlos bitácoras de percepción subjetiva que me granjearon la fama de ser harto optimista con la capital venezolana. 

En medio de ese caos urbano que siempre ha sido la capital, aprendí a ver cine alternativo, a comprar libros usados, películas y música pirateadas, etc. El acceso a la cultura nunca fue un obstáculo para mí en el torbellino híbrido. De hecho, en este voluntario aislamiento acerca de lo que ocurre en el país pienso que mi gentilicio no corresponde a esa extraña e inasible nacionalidad sino al gusto y tacto que me provocó Caracas. Así es, más que un venezolano soy un caraqueño. Uno con una curiosidad insaciable por recorrer todos los países americanos para hablar con conocimiento de causa de su historia, de su presente y, por qué no, de su porvenir. 

En la medida que avanzo en años me doy cuenta de la importancia de salir de los linderos que me conformaron, de esa geografía que me enseñó a ubicar el norte a través de una montaña y así establecer coordenadas. Por eso puedo decir que si hay algo que me enseñó Caracas fue a desear, desear la compañía leal de mis amigos, desear amores, desear rutas de ciclismo, desear conocimiento, desear irme, desear estar en constante movimiento, nunca quieto. La tranquilidad era algo que no figuraba dentro de mis anhelos, incluso ahora me inquieta la posibilidad de ser un sujeto "calmo", me aterra. 

En Caracas se aprende porque se aprende, no es una ciudad para despistados. Ahí aprendí a curarme de mi agüevoneamiento innato, ese que me caracteriza como un ser al que no le importa nada sino lo que tiene en frente y además configura parte de su narcisismo existencial. Es decir, se aprende a socializar, pero no por un objetivo políticamente consciente, sino porque de no ser así te joden. En Caracas no existe la actitud ciudadana porque impera la desconfianza como única forma de apropiación del espacio, por eso importa caminar por la derecha en el Metro, cruzar la calle de un extremo a otro mientras no haya autos y si estos vienen entonces te conviertes en un experto que calcula velocidad, masa y volumen en segundos, "dale que no vienen carros", Punto. Importa tu trayecto, no el de los demás. 

Uno no se da cuenta de lo estresante que es habitar una ciudad como Caracas hasta que te logras establecer en otro lado. La improvisación, la angustia, el tráfico insostenible, la carencia de tolerancia y respeto ciudadano, el "cogeculo" del transporte público, la polarización política entre el este y el oeste, etc., son aspectos cotidianos pero no por ello menos agresivos y deshumanizantes. Lejos de mi ciudad natal, de mis espacios de identidad y de mi acento hermoso, atropellado, lisonjero, cortante y directo que es el español de los caraqueños, he aprendido a apreciar la soledad que tanto busqué entre sus calles y no la hallé, porque Caracas no se presta para esos romances, porque no le gusta la cursilería, el drama ni que le doren la píldora. 

Caracas, mi deseo de estar lejos de ti finalmente fue satisfecho. Yo ya no soy yo, aunque sí un poco parecido a lo que hiciste de mí. Esta entrada es sólo para distraerme y extrañarte menos, es quizás un aliciente para reconciliarme contigo, conmigo. 



jueves, 24 de marzo de 2016

La mirada vertical, un detalle montevideano

Desde que salí de Caracas no había vuelto a escribir en este blog. El espacio que en un principio había sido creado para meditar sobre el exilio, los reales y los del espíritu, ya no provocaba en mí la menor tentación de crear una nueva entrada.

Hace poco oía a Alfredo Zitarrosa y me embarcaba en el recuerdo de Montevideo, cuando recorrí sus calles y principales avenidas, sobre todo el espacio diminuto pero confortable de la ciudad vieja. En Uruguay todo se me hacía pequeño, conforme a la naturaleza de mis anhelos mundanos, nunca he sido de grandes metrópolis. Ahí pude experimentar lo que se siente habitar una ciudad que da hacia el Atlántico, de hecho todavía mantengo fresca la imagen de ese océano cuando vi el atardecer único e insustituible de Punta del Este. Ahí también fue la primera vez que avisté a Buenos Aires desde el estuario del Río de la Plata, me parecía increíble que una ciudad tan grande le diera la espalda a un río tan majestuoso.

Durante los días que estuve en Montevideo me hospedé en la casa de un gran amigo, antiguo exiliado que aprendió a querer a Venezuela cuando mi país recibía con los brazos abiertos a todos los que solicitaban refugio y huían de las dictaduras del cono sur, en pleno epicentro de la ciudad vieja. En mis caminatas iba observando con detalle los edificios de la primera mitad del siglo XX que abundan por doquier en esta ciudad perdida en el tiempo, un paisaje vintage que recuerda mucho la gloria de lo que una vez fue pero que hoy sólo queda un recuerdo muy fugaz. Montevideo me pareció una ciudad vieja, un sitio para pasar a retiro porque hasta los jóvenes transitan por sus veredas como si estuvieran paseando sus propios recuerdos, mientras ceban yerbamate y fuman un pucho en el malecón, cerca del parque Rodó.

En esas caminatas gustaba de observar el suelo compuesto de adoquines que de vez en cuando por el uso se rompen y no los reponen. En esos agujeros que quedan sueltos una vez que los adoquines se desprenden de los bulevares se logra apreciar una que otra intervención artística, especialmente elaboradas con retazos de azulejos, cerámicas de porcelana, restos de vasijas cocidas de barro y piedras seleccionadas que en una sola baldosa ambientan un collage elaborado por uno de los habitantes del sector. Lo anónimo del gesto de este artista clandestino hace que festeje la capacidad que tienen los seres urbanos de apropiarse de su entorno, intervenirlo a disposición y además trabajar a hurtadillas para que no quede vacío alguno que sugiera abandono o deterioro.

Justamente, el miedo al vacío es lo que mueve a este artista sigiloso que en su neurosis montevideana no es capaz de soportar la ausencia de un adoquín que rompa con la sensación coral que proporciona transitar por los bulevares de la ciudad vieja. Pero sus intervenciones no apuestan a la repetición ni al mimetismo absoluto y rígido que acompaña el ornato público; no. Las baldosas elaboradas por este anónimo responden a una visión desordenada y atrabiliaria del cosmos, aunque se aprecia un tono único e irrepetible en dichas producciones, se sabe que todas forman parte de una misma visión creativa, de unas mismas manos que las forjan con paciencia.





        En efecto, este artista no le apuesta a la uniformidad, sabe enaltecer la diversidad y además ennoblecer el aporte que produce el detalle, aunque muchas veces este pase desapercibido. Aquellas baldosas representan el deseo de permanecer en una obra mayor y colectiva que es el espacio urbano, al mismo tiempo recuerda que este no necesariamente forma parte de un diseño elaborado desde una oficina de planificación municipal sino que también se alimenta de los aportes de seres que retornan del exilio y, de forma silenciosa, afirman su gentilicio sin gritar a los cuatro vientos que ya están de vuelta. El homenaje que da ese artista anónimo a la ciudad de Montevideo me ha perseguido durante todo este tiempo, hasta el punto de ser el detalle que más valoro de ese viaje a tierras uruguayas. Gracias a este artista puedo mirar cada vez con más frecuencia el suelo que estoy pisando.