lunes, 31 de diciembre de 2018

In Memoriam


 “El hombre es afectado por la imagen de una cosa pretérita o futura con el mismo afecto de alegría o tristeza que por la imagen de una cosa presente.”
Baruch de Spinoza, Ética, III, 18.


Si bien es cierto que nuestros recuerdos son selecciones de una memoria caprichosa, también lo son gracias a los afectos de aquellos que han estado con nosotros, incluyendo a los que ya han partido. Todos tenemos en algún momento de nuestras vidas a una muerte que lamentar. Este último día del año deseo cerrarlo con una nota de duelo, es propicio para que el ciclo pueda continuar. Decía Antonio Machado en uno de sus poemas: "Un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio". Lo cual es cierto para aquellos fallecidos que han tenido cristiana sepultura, pero no de aquellos cuyos restos han sido cremados y aún se encuentran en un recipiente para cenizas mortuorias. Además, ese verso le pertenece al poema En el entierro de un amigo, y esta nota de duelo es sobre otro tipo de afecto y afección. 

He conocido a muchas personas que no pudieron estar en el momento de la muerte de un ser querido, menos estar presentes en sus honras fúnebres. Incluso he leído lo que cuentan otros poetas, escritores, e intelectuales sobre la aflicción por la desaparición física de algún pariente o amigo. En este momento recuerdo a Manrique y las coplas por la muerte de su padre, a Vallejo, Fernando, no César, por el dolor que sintió al morir su abuelo, luego su abuela, que se encuentra a lo largo de toda su producción literaria, a Piazzolla en aquella melodía dedicada a su Nonino, compuesta en una noche de pena y fuerte congoja: 

Abuelo, yo no tengo versos como aquellos compuestos por Manrique, tampoco la descripción narrativa de tu muerte que hiciera Vallejo para despedir a sus abuelos, residentes de aquella tan mentada hacienda Santa Anita, menos el conocimiento para componer un tango, tal como lo hizo Piazzolla. Tengo, sí, un hondo dolor por tu partida y el malestar en el corazón desde que supe, por boca de una de mis hermanas, que decidiste dejar esta vida. También tengo las incógnitas del béisbol y sus draconianas reglas, ese deporte que me enseñaste a amar y que hasta ahora no puedo dejar de ver sin pensar en ti. Los detalles de las películas del Cine de Oro Mexicano, la descripción de sus escenas y recreación de los diálogos en donde no había cabida para las obscenidades ni tampoco para las banalidades. De ese cine, al actor que más admirabas era Mario Moreno, "Cantinflas", y hasta le imitabas cuando bailabas. Fueron horas, muchas horas de innings y de películas mexicanas, que pasé a tu lado, mirando la televisión: en aquellos tiempos todavía estábamos acostumbrados a verla con sus respectivos negros, o pausas comerciales; ahora los televidentes hacen zapping; algo que no entendiste nunca, porque considerabas un despropósito cambiar de canal sin que haya terminado la programación por la cual le sintonizaste. 

Abuelo, ya no verás más la ciudad primaveral en la que toda tu vida estuviste. Ya no hay quién me pueda explicar los nombres de las esquinas de Caracas, porque sus habitantes acostumbraban bautizar con nombres propios a las esquinas...y también a las calles y avenidas: "Esa tienda está ubicada de Veroes a Jesuitas", "esa oficina está entre Pelotas y Catedral", etc. Aquella risa que me generaba al verte insultar con voz bajita, un sonsonete que casi era un murmullo, a las personas por su incivilidad en el transporte público. Cuando me ordenabas bajar el volumen de la música y si era flamenco me preguntabas si tenía dolor de estómago, te explicaba que era el cante hondo. Me decías que no fuera al trabajo "así vestido", porque un profesor tiene que destacarse de sus alumnos, no mimetizarse con ellos. Las descripciones que hacías de los gobernantes y de los procesos más importantes del país: naciste cuando una dictadura de un gocho con cuerpo de sapo terminaba, por gracia de la muerte, su régimen de hierro y te fuiste en otra en donde los delincuentes y resentidos subsumen al país en la mayor de las humillaciones que hemos sufrido como pueblo, la ignominia que produce la barbarie de los mi(li)cos...Hay cosas que no puedo decir, pero sé muy bien el porqué de tus acciones, de tus días de encierro y silencio, frugalidad y ensimismamiento. Tranquilo, no lo diré. 

Fragmentos, escribo en fragmentos y entrecortado porque mis reflexiones van y vienen al son que les toque los recuerdos que mi vida a tu lado me trae la memoria. 

Abuelo, me gustaría ser Hamlet y vengarte, escribir unas memorias filosóficas como Derrida hiciera al morir su amigo, Guattari al morir su amor, o Lamas para componerte un Popule Meus (siempre me pareció un ritmo de película italiana, en donde se narra la historia de algún niño siciliano que termina fundando una organización mafiosa), o un Kafka para escribirte una...no, no tengo nada que recriminarte, es broma. Pero no puedo. No puedo, porque a ti no te gustaba mucho que las personas hablaran sin razonar antes, porque las palabras ya sobraban en ti cuando tu existencia iba menguando y te fuiste haciendo cada vez más chiquito, como quien va rumbo al retorno de su gestación, un viaje vertical en descenso. La culminación del ciclo natural del hombre, así llamo a la senectud por no decir vejez de mierda, me recuerda a un dato obtenido de una lectura reciente: las iguanas marinas en las islas Galápagos reducen su esqueleto, a fin de sobrevivir a las hambrunas (se alimentan de un alga que escasea cuando anualmente aparece el fenómeno de El Niño) producidas por el calentamiento de la temperatura en las aguas del Pacífico. O como esos relatos sobre la fauna silvestre cuando el más viejo se aparta de la manada para morir en paz. A lo que iba: la muerte tiene algo de primitivo, se oye como en lengua semítica y suena a percusión alrededor de un fuego. Nada nos retorna más a la vida que la muerte misma. Porque en ella está la naturaleza de lo que somos como especie, como mamíferos. La muerte despierta la animalidad que nos compone, porque no provoca hablar sino aullar, como hacen los lobos, los coyotes o los perros. Porque no quiero hablar sino rasgar mis vestiduras, echarme tierra en la cara e internarme en la selva, para luego retornar a la tribu una vez que ya ha pasado el duelo. Sí, abuelo, la muerte tiene mucho de primitivo y los rituales que la representan y simbolizan son muy refinados y elucubrados en las prácticas culturales para lo que en efecto no es más que dejar de existir. La muerte es primitiva porque nos retorna al origen, nos reduce a la biología, y nos deja a solas con los instintos y sentimientos más básicos, entre ellos la ira. 

No existe palabra que pueda traducir el dolor por tu partida, por eso se me escapa de los labios en este momento, como queriendo alcanzarte hasta la dimensión inmaterial y fundirse unos instantes en un abrazo de despedida, como hacen dos vientos cuando se topan.  


viernes, 23 de noviembre de 2018

La ruta de la seda (remasterizada)

Cuando estudié la historia de Europa, sus procesos medievales y modernos, me topé con el del comercio naviero, sus implicaciones, avatares, tecnología para calcular distancias, y aún las creencias de los navegantes. En varias lecturas aparecían referencias a la comercialización de productos provenientes del Oriente, una región conformada por las antípodas, lugar al que viajó Marco Polo, del que venía Gengis Kan, donde habitaban culturas exóticas, amantes de la porcelana y la seda. El camino que recorrían aquellos productos era conocido como "La ruta de la seda". No puedo dejar de traer a colación todo el imaginario leído en Las mil y una noches, donde la princesa Sherezade debía inventar una historia todos los días como elemento de distracción. Tampoco escapa la imagen de un Cristóbal Colón en 1492 arribando a la isla de Guanahani pensando que había alcanzado una ruta más corta con el Oriente, Cipango. Luego todo el imaginario en torno al océano, sus misterios y mitos asociados a la existencia de criaturas fantásticas, regiones habitadas por sujetos mitológicos y reinos desaparecidos, incluyendo aquel del Preste Juan o de las tribus perdidas de Israel. 


Todo esto estaba asociado a mi comprensión del Oriente, lugar de la otredad por excelencia en la cultura Occidental. Pero, ¿quién no se ha dejado llevar por estas imágenes que evocan otras épocas, otras culturas y creencias? La ruta de la seda y de las especias, fue uno de los objetivos de las coronas portuguesa y española, para ello ampliaron sus rutas navieras, el primero lo hizo por África y el segundo apostando a una ruta más directa por el Atlántico, sin mayor conocimiento que el de las investigaciones astrofísicas del momento, herederas de la cultura árabe en particular. Ahora que está de moda despreciar a Occidente y etiquetarlo de oprobioso, dominante y colonizador, pues, reflexiono sobre el valor de aquellos hombres que, no teniendo certezas sino un conocimiento mucho menor al de cualquier adolescente con Internet y un teléfono móvil actualmente, se dieron a la tarea de emprender grandes aventuras y ampliar el horizonte de sus posibilidades. 


Hace varios meses vi en Netflix un documental titulado The Music Of Strangers: Yo-Yo Ma And The Silk Road Ensemble. En esta iniciativa del reconocido chelista logra reunir a excelentes músicos procedentes de los países que, de una u otra forma, integraban lo que sería una de las rutas de comercialización más importante en la historia de la humanidad. Es así como se dan cita músicos de Japón, Corea del Sur, China, India, Irán, Siria, Polonia, Rusia, Turquía, Hungria, España, entre otros, en un afán por cumplir un sueño: hacer posible, mediante la cultura, la reunión y celebración de nuestra humanidad. Confieso que, una vez terminado el documental en cuestión, no pude sino oír la propuesta artística durante semanas. No podía creer cómo era posible juntar tantos instrumentos musicales (tambores hindúes, pipa, karamché, sheng, gaita, chelo, clarinete, entre otros) aparentemente disímiles y de tradiciones tan diferentes, a veces opuestas en ritmo, melodía y composición, para hacerlos coexistir y producir sonidos tan maravillosos. 


Cuando me encuentro abatido y nostálgico por estar lejos de casa, cuando observo con preocupación el deterioro de nuestras relaciones humanas y se oscurece el panorama, debido al incremento de guerras y demás factores geopolíticos, suelo recuperar la fe en la capacidad que tenemos como especie para sorprender a través del ingenio, creatividad, búsqueda de la belleza y la verdad. El arte constituye para mí una apuesta certera por la humanidad y sus capacidades para hacer lo correcto. No dejo de perder la capacidad de asombro, primer requisito para filosofar, ante tanta verdad. 

martes, 26 de junio de 2018

La lengua, (des)territorialización y (des)personalización del migrante

"El territorio de la lengua es la patria del emigrado" 
Josefina Ludmer

Tengo un recuerdo de mi abuelo paterno. Cuando era niño solía acompañar a mi padre al taller donde trabajaban, ambos administraban un pequeño galpón en la ciudad de Los Teques, ubicados exactamente en la bajada de El Tambor. Se llamaba Marcelo, hermoso nombre que heredó uno de mis sobrinos. Hablaba muy poco, pero cuando lo hacia era como una especie de balbuceo. A pesar de ser de las Islas Canarias y llevar poco más de treinta años en Venezuela, él nunca se adaptó, su incapacidad para hacerlo lo obligaba a refugiarse en el trabajo, el cigarrillo y, muy a menudo, el alcohol. He sido el primero de sus nietos en recuperar los pasos de la migración, una vez más por coyunturas sociales y económicas. Ese recuerdo que mencioné en la primera línea tiene que ver con la forma en la que se comunicaba mi abuelo, para muchos su actitud podría ser interpretada como "hosca", "salvaje", "grosera", "muy directa" y para nada adaptada a los códigos que normaban el comportamiento del medio social donde se desenvolvía. Pues, hoy en día entiendo que aquello no era una conducta desadaptada o asocial, sino el reflejo lógico de la condición de inmigrante.  

El extranjero es aquel que resulta ajeno al grupo endogámico y resuelto en sus prácticas de socialización, tradiciones y referencias habituales. El forastero es lo contrario al sujeto establecido. El primero no sólo ha interrumpido su vida y se ha apartado del grupo de origen, sino que además en el intento por formar parte del grupo nuevo siempre cae bajo sospecha o, la situación clásica, es tildado de bárbaro. Mientras que el segundo vive a sus anchas, en una zona de confort que da la pertenencia. Bueno, a todas estas yo soy el bárbaro que fue mi abuelo. La historia seguro resultará familiar al que comprende de los efectos de la migración, del estigma y estereotipo que suelen construir los grupos receptores de extranjeros o de migraciones masivas, como es el caso de los venezolanos que nos encontramos ahora esparcidos por el mundo. 

Lo peor de la migración no es dejar atrás tu casa, la familia, los amigos y los espacios de identidad, sino el proceso de adaptación obligado al lugar donde decides trasladarte. El problema con el extranjero es que nunca va a dejar de serlo, es un sujeto transitivo, un límite permanente entre los valores que lo ajustaron a una manera de percibir el mundo y el intento por comprender otro que jamás podrá asimilar del todo. Y cuando ya más o menos ha comprendido los códigos y procura practicarlos, entonces le sale un gesto porfiado, teatralizado, nunca espontáneo porque se le notan las fisuras. Lo peor de emigrar es cuando te das cuenta que has interrumpido la historia que te definió, que te enseñó a nombrar y clasificar, y ya nada de aquello te sirve para el nuevo lugar donde resides. Aquí empiezo a comprender el porqué del laconismo de mi abuelo, el cambio de la comunicación versada por el gruñido. Cuando no te puedes comunicar en tu propia lengua, entonces el silencio se convierte en tu principal aliado. Cuando ya no queda escucha, debido a la hipercodificación del grupo en el que estás integrado pero no incluiso, entonces las respuestas monosílabas determinarán el único intercambio con el entorno. 

Hablar mi lengua deviene gueto, ser gueto es aprender a relacionarte desde la minoridad, el margen y la distancia. 

El relato de la migración venezolana apenas está comenzando. 

PD: Por cierto, para nosotros -yo, mi gente- la  patria no es América. 




miércoles, 10 de enero de 2018

Ólafur Arnalds y una promesa por cumplir

Conocí la música de Ólafur Arnalds a través de un amigo bailarín. Desde el primer momento que la oí supe que me quedaría con ella, sería mi acompañante íntimo en distintos escenarios (entrenamiento, trabajo, meditación, lectura silenciosa, conciliación del sueño, viajes, etc.). Asimismo, las composiciones minimalistas de Arnalds serían fuente de inspiración para plantearme una meta que aún estoy definiendo: conocer Islandia. 

En otra entrada ya había contado el porqué del nombre de mi blog, aquel encuentro con el poeta venezolano Eugenio Montejo en una librería de Caracas sellaría por completo mi voluntad hacia esta isla fantástica, dorsal oceánica que tiene un mensaje para mí. Sólo hay una condición para llevar a cabo ese viaje soñado: obtener mi grado doctoral. Es un desafío que me he puesto y, al mismo tiempo, una especie de recompensa por haber trajinado tan duro en este proceso de formación profesional. 

Mientras tanto, las melodías de Arnalds me acompañan e inspiran. Muchas veces me he visto tentado a reflexionar de forma analítica algunas de sus composiciones; por ejemplo: la relación que tienen con estados de ánimo; la innovación de la música académica al seguir el legado vanguardista de los músicos minimalistas (Cage, Glass, Nyman, entre otros) que reflejan la necesidad de sosiego y concentración en medio del disturbio cotidiano al que estuvo sometido el mundo en el siglo XX, incluyendo este que recién inicia su décima octava trayectoria; representación de la neurosis contemporánea y sus ciclos anímicos, etc. El mundanal ruido es lo que estorba, la conducta abismal y el ritmo vertiginoso, la esquizofrenia y contradicción de la postmodernidad, el cinismo de los espacios de acción vitales de la humanidad: economía y política, la carrera de obstáculos que nos imponen a medida que intentamos avanzar y procurar paz y estabilidad, son algunos de las cuitas que dejo a un lado cuando oigo a Arnalds. 

Un viaje tan deseado ha de tener una espera prudente. Es la misma sensación que se tiene cuando se está a punto de terminar un libro muy bueno: por una parte quieres saber el final, pero por otra no deseas que culmine porque ha sido un gran amigo, un consuelo en medio del desierto de lo real cotidiano. Ahora que estoy en los últimos capítulos de la historia que inspiró este blog puedo ver con claridad la necesidad de cerrar y de ir preparando el camino para nuevos derroteros, algunas entradas dejarán registro y testimonio de los últimos kilómetros de este viaje cuyo destino final será Islandia.



jueves, 4 de enero de 2018

Coordenadas para sobrevivir en el exilio

Una vez oí hablar a un grupo de psicólogos sobre la resiliencia y los cambios que opera un sujeto cuando ve cómo su zona de confort es allanada por retos y desafíos imprevistos. Durante un tiempo de mi vida apelé a los recursos del psicoanálisis para comprender mi entorno; fue así como empecé a leer a Jung, Freud y Lacan, en ese orden. Casi como los estadios históricos que compuso Comte para comprender los cambios registrados en la conciencia humana: etapa mística y religiosa, etapa racional y, por último, no sé, etapa cínica tal vez. Es curioso que me haya detenido en Lacan para darme cuenta de lo baladí que a veces puede ser el discurso teórico cuando este se toma como la perspectiva que ilustra y da categorías unívocas de interpretación. Ya sé que el error es de los que leemos estos recursos, pero no por ello deja de ser cierto que no se puede andar por la vida condicionando la realidad como si fuéramos personajes de un filme de Woody Allen. La neurosis es libre, ciertamente, y decido retomar mi diván por excelencia para entrar en contacto con mi cuerpo y psique: el ciclismo. 

Ahora recuerdo uno de los motivos que me interpeló para conformar un blog. Una vez viajé a la Colonia Tovar, fue una Semana Santa, con un grupo de conocidos que formaban parte del séquito de la persona con la que mantenía una relación amorosa en ese entonces. Mi situación era buena, me encontraba en pleno desarrollo profesional y me sentía orgulloso de los logros obtenidos: era un profesor en una prestigiosa universidad de mi país y la fortuna me sonreía en todo sentido. En las discusiones que sosteníamos en la cabaña donde nos hospedábamos resaltaba el tema de la emigración. Acá hago un paréntesis: soy el vivo ejemplo de la historia de la humanidad, una que ha sido construida a base de flujos migratorios y desplazamientos por motivos de tensión en distintos lugares. Soy el resultado de un azar que conjugó migración puertorriqueña, colombiana, brasilera, venezolana y española en la ciudad de Caracas. Treinta y siete años después estoy en Quito escribiendo estas notas para evaluar y también honrar ese legado. Volvamos al orden del discurso. Decía que en aquella reunión hablábamos de la emigración y sus implicaciones. La mayoría de los presentes se oponía a esa opción, en ese entonces la situación del país no era tan crítica, sólo una inestabilidad política y económica para algunos, incluyéndome. Yo, en cambio, decía que la emigración era importante, que esta constituía uno de los baluartes de la historia de la humanidad y que sin ella era difícil identificar cambios positivos. No había cabida para mi pensamiento en ese espacio, todos eran fervientes patriotas y nacionalistas que consideraban que su terruño era propicio para cualquier impulso o iniciativa de "emprendimiento", como gustan de llamar a las propuestas o planes personales hoy en día. El asunto es que la persona con la que salía me dijo en tono despectivo que mi inconformidad con la existencia podía ser vertida en un espacio como este. Ahora recuerdo que fue su desplante y actitud poco empática lo que me llevó en parte a escribir aquí. Por cierto, todos los que estaban en aquel encuentro actualmente se hayan fuera del país. 

Pero, ¿por qué cuento esto? Porque intento dar respuesta a mi situación migratoria. No sé para quién escribo, a veces me da curiosidad, pero otras simplemente pienso que es mejor dejar que las ideas sean arrojadas al viento con la esperanza de que algún día alguien las tome y las convierta en un motivo cualquiera. A fin de cuentas, de eso se trata escribir: hacer de la soledad una vía creativa. La migración me ha dado la oportunidad de experimentar un exilio verdadero, algo radicalmente distinto a la situación de inxilio que experimentaba a diario en mi entorno de origen. En un viaje emprendido por Estados Unidos, Steinbeck afirmaba lo siguiente: "Después de la comodidad y la compañía de Chicago yo había tenido que aprender otra vez a estar solo. Lleva un tiempo." (2014, p. 146). Es así, lleva un tiempo acoplarse de nuevo a la soledad, sobre todo cuando la perdiste de vista durante esa prolongada estancia a gusto con tus familiares y amigos. Es irónico, pero en esta lejanía tuve que aprender a lidiar y renovar los lazos con un sujeto inconforme, caprichoso, insatisfecho, tozudo como ninguno: yo-mismo. 

Esta reconciliación, paz extraña en medio de una guerra civil permanente, me ha brindado la oportunidad de entender que me encuentro en una situación particular pero edificante. Se trata de la peculiar realidad de vivir en un estado permanente de viaje, de exploración de nuevos escenarios. Soy un Ulises que ansía retornar a su hogar, pero no uno establecido sino otro por venir. Mientras tanto, este Ulises anda disperso, distraído, y no repara en continuar así porque nadie me espera. Bueno, sí. Me esperan nuevos caminos por recorrer. Esta incertidumbre no tiene que convertirse en agonía. Viajar con la seguridad de volver es una sensación que ya no percibo; ese es mi desafío, la odisea personal.