viernes, 23 de noviembre de 2018

La ruta de la seda (remasterizada)

Cuando estudié la historia de Europa, sus procesos medievales y modernos, me topé con el del comercio naviero, sus implicaciones, avatares, tecnología para calcular distancias, y aún las creencias de los navegantes. En varias lecturas aparecían referencias a la comercialización de productos provenientes del Oriente, una región conformada por las antípodas, lugar al que viajó Marco Polo, del que venía Gengis Kan, donde habitaban culturas exóticas, amantes de la porcelana y la seda. El camino que recorrían aquellos productos era conocido como "La ruta de la seda". No puedo dejar de traer a colación todo el imaginario leído en Las mil y una noches, donde la princesa Sherezade debía inventar una historia todos los días como elemento de distracción. Tampoco escapa la imagen de un Cristóbal Colón en 1492 arribando a la isla de Guanahani pensando que había alcanzado una ruta más corta con el Oriente, Cipango. Luego todo el imaginario en torno al océano, sus misterios y mitos asociados a la existencia de criaturas fantásticas, regiones habitadas por sujetos mitológicos y reinos desaparecidos, incluyendo aquel del Preste Juan o de las tribus perdidas de Israel. 


Todo esto estaba asociado a mi comprensión del Oriente, lugar de la otredad por excelencia en la cultura Occidental. Pero, ¿quién no se ha dejado llevar por estas imágenes que evocan otras épocas, otras culturas y creencias? La ruta de la seda y de las especias, fue uno de los objetivos de las coronas portuguesa y española, para ello ampliaron sus rutas navieras, el primero lo hizo por África y el segundo apostando a una ruta más directa por el Atlántico, sin mayor conocimiento que el de las investigaciones astrofísicas del momento, herederas de la cultura árabe en particular. Ahora que está de moda despreciar a Occidente y etiquetarlo de oprobioso, dominante y colonizador, pues, reflexiono sobre el valor de aquellos hombres que, no teniendo certezas sino un conocimiento mucho menor al de cualquier adolescente con Internet y un teléfono móvil actualmente, se dieron a la tarea de emprender grandes aventuras y ampliar el horizonte de sus posibilidades. 


Hace varios meses vi en Netflix un documental titulado The Music Of Strangers: Yo-Yo Ma And The Silk Road Ensemble. En esta iniciativa del reconocido chelista logra reunir a excelentes músicos procedentes de los países que, de una u otra forma, integraban lo que sería una de las rutas de comercialización más importante en la historia de la humanidad. Es así como se dan cita músicos de Japón, Corea del Sur, China, India, Irán, Siria, Polonia, Rusia, Turquía, Hungria, España, entre otros, en un afán por cumplir un sueño: hacer posible, mediante la cultura, la reunión y celebración de nuestra humanidad. Confieso que, una vez terminado el documental en cuestión, no pude sino oír la propuesta artística durante semanas. No podía creer cómo era posible juntar tantos instrumentos musicales (tambores hindúes, pipa, karamché, sheng, gaita, chelo, clarinete, entre otros) aparentemente disímiles y de tradiciones tan diferentes, a veces opuestas en ritmo, melodía y composición, para hacerlos coexistir y producir sonidos tan maravillosos. 


Cuando me encuentro abatido y nostálgico por estar lejos de casa, cuando observo con preocupación el deterioro de nuestras relaciones humanas y se oscurece el panorama, debido al incremento de guerras y demás factores geopolíticos, suelo recuperar la fe en la capacidad que tenemos como especie para sorprender a través del ingenio, creatividad, búsqueda de la belleza y la verdad. El arte constituye para mí una apuesta certera por la humanidad y sus capacidades para hacer lo correcto. No dejo de perder la capacidad de asombro, primer requisito para filosofar, ante tanta verdad.