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La mirada del sujeto que está seguro de la seducción pero no de lo seducido |
Un
hombre se encuentra esperando el tren subterráneo en el corredor de
una estación; el tren llega y él se sube. Mientras las estaciones
van pasando como las cuentas de un rosario el hombre se detiene a
observar con detenimiento todas las personas que se encuentran en el
vagón hasta reparar en una mujer pelirroja. La mujer lo mira y le
sonríe. A partir de ese momento hay un juego de miradas. Hasta acá
todo bien. En el plano del romance y las atracciones un intercambio
de miradas es lo más convencional, por lo menos eso se ve reflejado
en ambos rostros. Sin embargo, hay un gesto distinto: el hombre ya no
orienta su mirada directamente hacia los ojos de la bella mujer sino
se enfoca en la abertura que, de forma sinuosa, se puede detallar en
una falda de cuadros. La mujer se nota desconcertada al notar la
lascivia de su furtivo enamorado; ligeramente alterada y acosada
decide bajar en la próxima estación. Antes de bajarse la cámara
enfoca la mano de la mujer con dos anillos en la mano izquierda, uno
de ellos indica una alianza matrimonial. Al instante se le suma otra
mano que decide sostenerse a unos centímetros de distancia, la del
hombre. El tren se detiene y abre sus puertas, la mujer sale rauda
mientras el hombre la sigue; imposible alcanzarla, la pierde de vista
y retorna al corredor para tomar otro tren que lo lleve a la estación
de destino, otro día de trabajo lo espera.
La
anterior descripción pertenece al filme Shame (2011),
dirigido por Steve McQueen, protagonizado por Michael Fassbender
(Brandon Sullivan) y Carey Mulligan (Sissy Sullivan). Brandon es un
joven apuesto y profesional oriundo de New Jersey que goza de un buen
empleo en una empresa
con sede en la ciudad de New York, es soltero y suele frecuentar
lugares de prostitución, contratar servicios sexuales a domicilio,
afiliarse a páginas web con contenido pornográfico y tener
encuentros
casuales
con mujeres
jóvenes
y atractivas,
iguales
a él,
conocidas
en algún bar de ejecutivos. Sissy
es su hermana, una mujer de sensualidad despistada y talento
artístico que desempeña en calidad de cantante en los bares lujosos
de Los Ángeles, posee una personalidad frágil y dependiente.
Realizo todas estas descripciones con un fondo musical que pertenece
al mismo filme, composición original de Harry Escott, sumado a
algunos clásicos del jazz, el pop de los ochenta y, para mi
sorpresa, la incorporación de piezas interpretadas por el pianista
Glenn Gould, el excéntrico de las Variaciones Golberg.
Con todo este cuadro descriptivo, excesivamente estéril para mí,
debo empezar a analizar lo que vi de mí ahí y por qué me resulta
tan conmovedora esta historia.
Hay
algo en la manera como entendemos las relaciones interpersonales hoy
día, algo extraño que nos azuza y no sabemos con certeza qué es.
Podría ser un vacío ontológico, una inconformidad existencial, la
sensación de quedar perplejos ante la desnudez del cosmos, el hecho
más claro que nos aplasta y, al mismo tiempo, atraviesa de forma
oblicua: estamos solos. Esa soledad ha sido manejada a lo largo de la
historia de la humanidad desde diferentes puntos de vista, no sólo
en el plano individual sino colectivo. Desde el recurso de la
religión, hasta su más reciente sustituta que es la ciencia, el
hombre ha querido dar una respuesta contingente a su propia
indefensión. Las ciencias sociales, de una u otra forma, cooperan a
dar una explicación lógica al comportamiento humano en sociedad. Un
aporte similar lo hacen las humanidades al pretender abordar al
hombre desde la reflexión y el entendimiento. En todos los campos
disciplinares del conocimiento humano se puede notar con facilidad la
inclinación de nuestra especie a formular preguntas, plantear
hipótesis y, sobre todo, quedar
insatisfechos.
Si
yo no tuviera un imaginario adscrito a un orden simbólico,
probablemente estaría enloquecido y al borde del suicidio. Si no
creyera en el poder del logos y
su capacidad de conformar una matriz, entonces no sería capaz de
hallar humanidad en mis semejantes. Si no pensara en la posibilidad
de transformar mi entorno y procurar, con diligencia y
responsabilidad, el bienestar del prójimo, entonces renunciaría a
mi condición de hombre y procuraría internarme en un hábitat
salvaje con otras especies animales, o tal vez me encerraría en una
jaula a morir mientras los demás acuden a verme y satisfacen su
morbosidad
momentánea, una suerte de artista del hambre kafkiano. Si no pudiera
pensar en una situación que va más allá del límite infranqueable
entre dos cuerpos, de la
necesidad de sentir el tacto de otra persona, la caricia de una mano
que traza un deseo de tomar y retener por un instante una energía
que supera mis capacidades de entendimiento y anhela entregarse por
completo a un destino incierto, donde no haya más dudas ni temores
sino una atemporalidad, entonces diría que todo este cuento de la
potencia de un sujeto que se hace sujeto si y sólo si se encuentra
con otro sujeto similar a él no serviría de nada.
A
esa nada, a ese vacío, es precisamente que apelo en una situación
liminar como la que vive el sujeto moderno. Ese nihilismo no es el
derecho en sí que busco promover sino la consecuencia y fase última
de un estado de humanidad que encuentro peligroso, como
afirmaba Jünger: “…El
nihilismo puede ser tanto una señal de debilidad como de fuerza. Es
una expresión de la inutilidad del otro mundo, pero no del mundo y
de la existencia en general. El gran crecimiento lleva consigo un
desmoronamiento y perecer increíbles, y, bajo este aspecto, la
aparición del nihilismo puede ser, como forma extrema del pesimismo,
una señal favorable.” (1994: 24).
En última instancia, lo que hago es describir un cuadro de
características que promueven y estimulan un estilo de vida que le
guiña el ojo a ese espectro de muerte que circunda nuestro modus
vivendi y condena nuestras
esperanzas a un reducido nivel de existencia, tan precario y
superficial como sólo una economía de mercado podría gestionar.
Precisamente gerenciar es lo que queda, o lo que aparenta ser el
reducto final de una revelación o fin del mundo que se anuncia con
fecha específica, como el
tan anhelado 2012 de la profecía maya. En un mundo donde todo es
válido, entonces nada lo es. Pasamos a un coaching
generalizado
que administra las angustias y las capitaliza orientándolas hacia un
modelo de gestión productivo óptimo y eficiente, de acuerdo a un
diseño corporativo (¿fascista?) del ser humano. Lo que opera en el
mundo es la tiranía del semblante, la necesidad de sacar a pasear el
síntoma y llevarlo a un spa.
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La contemplación del vacío postorgásmico |
Retorno
al tema y objeto de análisis inicial, no vaya a pensar el lector que
utilizo el filme como excusa para divagar sobre tópicos indistintos,
para enlazarlo con lo arriba descrito.
Cuando
no queda sino la administración de los estímulos por medio de
dispositivos electrónicos, el consumo del placer (pornografía),
la mera pulsión escópica, la supeditación a una
máquina
de producción del deseo y toda la mercadotecnia que lo acompaña,
entonces ocurre el
borramiento de un tamiz necesario
llamado humanidad, se disemina el sujeto cognoscible y, en
sustitución de ello, se establece la pulsión, en esta oportunidad
empaquetada y a la distancia de un click.
Cuando eso ocurre estamos ante la fantasía de un teólogo medieval
que no veía otra cosa en los cuerpos sino un organismo lleno de
fluidos putrefactos, maculados y corroídos por la maldición de Dios
al sentenciar la muerte del hombre, su terrible finitud; solución:
cercenar el mal de raíz e imitar la decisión de Orígenes. Eso sólo
ocurre cuando ha triunfado la culpa como mecanismo regulatorio, el
delirio del cristianismo,
pero ahora le agregamos el componente del mercado y hacemos de esta
sociedad una suerte de chocolate con laxante.
Encuentro
en Brandon la descripción de un sujeto consciente de su propia
obsesión, es representante de una forma de explorar la sexualidad
como quien expía la culpa por sus ofensas al Creador, una
autoflagelación configurada por las represiones de un opuso que no consigue salvación en medio del torbellino humano. Veo en Brandon la
conformación del sujeto postmoderno que encuentra en la estimulación
genital un asidero que lo conecta a la realidad pero lo condena a
vivir en el disimulo y la hipocresía. En ese sentido me conmueve ese
personaje, encuentro mucha sinceridad en él, porque revela su
impotencia y fragilidad ante la opresión que vivimos y el diluvio
que se avecina. El nihilismo actual tiene que favorecernos, de lo
contrario estamos ante el umbral de la instauración de lo siniestro.
Bibliografía citada:
Ernst
Jünger y Martin Heidegger, Acerca
del nihilismo.
Barcelona, Ediciones Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de
Barcelona, 1994, pp.127