martes, 4 de febrero de 2020

Jugar banca

Siempre he querido aprender a jugar béisbol. Desde que era un niño he tenido una vinculación con ese deporte que se remonta a mis primeras exploraciones por intentar mostrar habilidades y destrezas físicas, tan anheladas y admiradas durante la infancia. Aun así, empecé a conocerlo mejor a través de las explicaciones de mi abuelo. Él veía siempre los partidos transmitidos por televisión, mientras me orientaba en torno al deporte rey de los venezolanos. Demasiados tecnicismos, cantidad exacerbada de reglas y horas interminables de entradas tuve que padecer, hasta tomar el pulso a la cuestión y, por fin, sentir el béisbol correr por mis venas. Hasta el día de hoy me emociono mucho cada vez que veo un juego, porque me recuerdan a esas tardes de domingo en la casa con mi abuelo. 

De niño quise aprender a jugar béisbol, porque veía en ese deporte una estrategia para conocer y hacer amigos en el colegio. Nunca fui hábil en el bateo, pero sí me gustaba jugar alguna posición en el outfield. Le tenía miedo a la pelota, por eso nunca aceptaba jugar en ninguna de las posiciones estratégicas del infield. La verdad, me solicitaban muy poco para jugar. Poco a poco aprendí a sacar ventaja de estar al margen, los limites te dan un buen ángulo y, hasta cierto punto, ayudan a prevenir algunas acciones. Sin embargo, otra posición habría de definir mi destino dentro de esas "caimaneras" que se armaban con los niños en aquel conjunto residencial donde viví. 

(Apenas me di cuenta de que no poseía habilidades reales para el béisbol, entonces me decidí por la lectura. Mi primera aproximación al conocimiento fue adquirida a través de los atlas y los mapamundis que se encontraban en algún tomo de esas colecciones de enciclopedias que compraba la clase media para llenar los estantes de sus tímidas y pequeño-burguesas bibliotecas. De esas bibliotecas aprendí las primeras indicaciones de un lector: no maltratar los libros, mientras estos son leídos; libro leído, libro retornado; cuando empiezas un libro, hay que llegar hasta el final; término desconocido, término consultado en el diccionario; los libros no son sagrados, sagrado es el deseo por conocer, entre otros. Luego llegaría mi afán por tener una biblioteca particular; aunque eso es material para otra entrada.)

La posición que definiría mi rol en los juegos grupales, sería la de estar en la banca. La banca fue mi lugar durante la infancia, luego mi adolescencia. La banca me permitió prestar atención a los pormenores y entre bastidores del juego. Imagino un equivalente en el teatro y se me viene a la mente aquellos técnicos que nunca salen a escena, pero operan al máximo la tramoya. Ese estar detrás de la acción, a la expectativa de ser llamado para entrar y tener una efímera participación en el juego, me proporcionaba una ventaja con mis pares: la imaginación. Mientras permanecía sentado imaginaba que podía ser tan hábil como el más intrépido de los chicos del edificio, me hacía una película entera en la cabeza. Por supuesto, también aprendí las reglas del béisbol desde un primer plano abierto y cerrado a discreción. 

En fin, jugar banca me brindó la experiencia para luego convertirme en el narrador, el albacea de la tradición, el escriba de las acciones de los demás, el poeta, el arconte de la memoria, el transcriptor del orden y, finalmente, el que proporciona el sentido al relato. Cuando se es un enunciador, no hay otra habilidad sino la escritura, una vocación de largo aliento que rinde frutos e irrumpe como un milagro en la vida de aquellos que sólo nacimos para contemplar.