viernes, 4 de diciembre de 2020

Homenaje a Pedro Vargas

 



  

Se me convidó a formar parte de este homenaje a Pedro Vargas. Inmediatamente dije que sí. Luego, estuve varios días reflexionando sobre los aspectos que debía reseñar en mi escrito. Pensé en hablar un poco de la trayectoria de mi amigo como profesor y colega de la Universidad Simón Bolívar. Tal vez, de las conversaciones en torno a nuestros proyectos de investigación, los congresos y simposios en los que planeábamos participar, las estrategias de enseñanza usadas con los chicos en clase, entre otros temas. Todos ellos relacionados con el mundo académico en el que permanecíamos imbuidos; me costaba trabajo articular un relato de ese estilo.  

Finalmente, decidí dejar atrás todas aquellas ideas iniciales y dar cabida al sentimiento. Lo hice, en parte, porque quería honrar al amigo, antes que al colega.

 

            Como reza un poema de Jaime Gil de Biedma (1991), titulado Recuerda:

            Hermosa vida que pasó y parece

ya no pasar…

                                Desde este instante, ahondo

sueños en la memoria: se estremece

la eternidad del tiempo allá en el fondo.

Y de repente un remolino crece

que me arrastra sorbido hacia un trasfondo

de sima, donde va, precipitado,

para siempre sumiéndose el pasado (p. 38).

 

El pasado horada mi mente, pero esta es insondable. Mientras más recuerdos tengo de Pedro, más profundo es el afecto. Del afecto que emana de la transparencia, la honestidad de la palabra que consuela. También, del afecto que se traduce en una mano siempre extendida para ayudar y la compasión al soportar todas y cada una de las mezquindades de las que también estoy hecho.

La transparencia…

Pedro nunca se ocultaba. Su dimensión de la amistad era proporcional a su tamaño físico. Nos conocimos en la maestría que estudiamos juntos. Él venía de una trayectoria significativa en un colegio particular del este de la ciudad. Mientras que yo recién había terminado mis estudios de licenciatura en la Universidad Central de Venezuela. Parecía mal encarado, pero luego me percaté que en realidad era alguien de personalidad reservada. Su seriedad contrastaba con la amabilidad con la cual solía dirigirse siempre a los demás. Manifestaba un don genuino hacia la enseñanza, parecía que esa era su forma predilecta de interactuar con el mundo. A pesar de ser respetuoso, en ocasiones reaccionaba con rebeldía como lo haría cualquier joven apasionado y rebelde. Tal vez por esa razón los estudiantes siempre le respetaban y admiraban.

La honestidad…

Uno de los aspectos que más me desconcertaban de Pedro, era la franqueza con la que hablaba. Algunas veces eso me disgustaba. Mi malestar tenía que ver más con la veracidad de sus palabras y no tanto con la dureza de la forma. Así acabó varias veces con mis empeños de ser un escritor dramaturgo, con especialidad en monólogos y performances artísticos. Tenía razón, eran textos mediocres, opacos. No le gustaba la novelería. Por el contrario, en la conversación se mostraba como un enamorado de la belleza. Obsesiones, diría él: melomanía, cinefilia y bibliofilia, entre otras. Pero tampoco se equivocaba cuando veía un rasgo intelectual del cual pudiera asirse. En ese momento encendía un cigarrillo, inclinaba la cabeza hacia adelante en una actitud orgullosa, le daba una calada e iba soltando el humo mientras te interpelaba con un estilo mayéutico. Era su momento narcisista del día.

La solidaridad…

La habilidad que te da el estar siempre vigilante, termina siendo en los tiempos actuales la neurosis. No hay camino posible fuera de esta. Pedro poseía un malestar moderado por el entorno, pero también una devoción por el cumplimiento de las normas. Estas le hacían empático y comprensivo con las personas, incluyéndome. La cotidianidad y camaradería en el espacio de trabajo, y también fuera de este, estaban permanentemente impregnadas de esa capacidad que tenía para no desprenderse nunca de la realidad. La solidaridad que manifestaba, jamás la he vuelto a encontrar en otro amigo; menos ahora que habito en la aridez que concibe la distancia de mi hogar.

La compasión…

Una amistad se luce cuando, a pesar de los distanciamientos, los vínculos continúan. El silencio se fue haciendo cada vez más prolongado. Mi intensidad por sugerirle que se fuera del país, antes de que fuese demasiado tarde, hizo que la comunicación ya no fluyera como antes. Sé que esperaba un mejor momento para retomar nuestras habituales conversaciones. Nunca hubo otro momento oportuno, ni condiciones favorables en ese descenso profundo por el que transita el país, un viaje vertical hacia la sima abisal. Nunca dejaste de sentir compasión, aún en mis gestos más mezquinos.

Desde este lugar quería hablar. Desde la necesidad que me inclina a honrar la amistad que sostuve por tantos años con Pedro. Las tertulias en el café, los momentos de ocio en los pasillos y cubículos de la universidad, los partidos de basquetbol que hacíamos para salir un poco del corsé académico habitual, los trayectos de ida y vuelta por la ciudad; en fin, todo aquello que constituye un estar-en-comunidad, es lo que se echa en falta. La humanidad, lo que se me va un poco por su partida repentina…

Esa necesidad de mantener en vigencia la noción de comunidad, llevó a Pedro por nuevos derroteros. En sus cavilaciones, veía en la historia nacional un terreno fértil para identificar genealogías. Lo que él denominaba política de los afectos, en realidad era una categoría de análisis que arrojaba luces en torno a los relatos que configuran la nación. Como el maestro que fue, siempre le apostó a lo simbólico como recurso para dirimir conflictos. Lo que más le preocupaba era la anulación de la polisemia, sin la cual es imposible hacer política. Hoy, que el mundo ha asumido la polarización como marca distintiva, la voz de Pedro constituye una vanguardia que allana el camino para todos los que apostamos por el retorno del pacto social, la confianza en la red cívica para subsanar daños estructurales a nuestra democracia. Mi amigo era brillante.

 

La Coordinación de Posgrado de Literatura Latinoamericana, El Centro de Investigaciones Críticas y Socioculturales, El Instituto de Altos Estudios de América Latina, todas estas instancias de la Universidad Simón Bolívar le rinden homenaje a quien en vida fue un profesor de trayectoria intachable y ascendente. La responsabilidad con la que actuaba lo distingue como un ser humano de valores trascendentes, aunque con un sentido refinado de la realidad y el pragmatismo. Todas las acciones que llevaba a cabo en diferentes ámbitos de la vida hacían de Pedro un hombre sin parangón.

Para culminar, no puedo pasar por alto el amor que manifestaba por su familia. Esposo y padre, Pedro no dejaba de cuidarlos. Además de estar orgulloso, siempre hablaba con emoción de los progresos en el crecimiento y madurez temprana de su hijo. Saludo a sus deudos con cariño y respeto. Este pequeño homenaje también va para ustedes.

Muchas gracias a la Universidad Simón Bolívar por esta oportunidad para brindar un merecido homenaje y reconocimiento a uno de sus colegas. Los 50 años que actualmente celebra constituyen una labor mancomunada, testimonio vivo de la institucionalidad que resiste en medio de la hora más menguada de su trayectoria.


martes, 4 de febrero de 2020

Jugar banca

Siempre he querido aprender a jugar béisbol. Desde que era un niño he tenido una vinculación con ese deporte que se remonta a mis primeras exploraciones por intentar mostrar habilidades y destrezas físicas, tan anheladas y admiradas durante la infancia. Aun así, empecé a conocerlo mejor a través de las explicaciones de mi abuelo. Él veía siempre los partidos transmitidos por televisión, mientras me orientaba en torno al deporte rey de los venezolanos. Demasiados tecnicismos, cantidad exacerbada de reglas y horas interminables de entradas tuve que padecer, hasta tomar el pulso a la cuestión y, por fin, sentir el béisbol correr por mis venas. Hasta el día de hoy me emociono mucho cada vez que veo un juego, porque me recuerdan a esas tardes de domingo en la casa con mi abuelo. 

De niño quise aprender a jugar béisbol, porque veía en ese deporte una estrategia para conocer y hacer amigos en el colegio. Nunca fui hábil en el bateo, pero sí me gustaba jugar alguna posición en el outfield. Le tenía miedo a la pelota, por eso nunca aceptaba jugar en ninguna de las posiciones estratégicas del infield. La verdad, me solicitaban muy poco para jugar. Poco a poco aprendí a sacar ventaja de estar al margen, los limites te dan un buen ángulo y, hasta cierto punto, ayudan a prevenir algunas acciones. Sin embargo, otra posición habría de definir mi destino dentro de esas "caimaneras" que se armaban con los niños en aquel conjunto residencial donde viví. 

(Apenas me di cuenta de que no poseía habilidades reales para el béisbol, entonces me decidí por la lectura. Mi primera aproximación al conocimiento fue adquirida a través de los atlas y los mapamundis que se encontraban en algún tomo de esas colecciones de enciclopedias que compraba la clase media para llenar los estantes de sus tímidas y pequeño-burguesas bibliotecas. De esas bibliotecas aprendí las primeras indicaciones de un lector: no maltratar los libros, mientras estos son leídos; libro leído, libro retornado; cuando empiezas un libro, hay que llegar hasta el final; término desconocido, término consultado en el diccionario; los libros no son sagrados, sagrado es el deseo por conocer, entre otros. Luego llegaría mi afán por tener una biblioteca particular; aunque eso es material para otra entrada.)

La posición que definiría mi rol en los juegos grupales, sería la de estar en la banca. La banca fue mi lugar durante la infancia, luego mi adolescencia. La banca me permitió prestar atención a los pormenores y entre bastidores del juego. Imagino un equivalente en el teatro y se me viene a la mente aquellos técnicos que nunca salen a escena, pero operan al máximo la tramoya. Ese estar detrás de la acción, a la expectativa de ser llamado para entrar y tener una efímera participación en el juego, me proporcionaba una ventaja con mis pares: la imaginación. Mientras permanecía sentado imaginaba que podía ser tan hábil como el más intrépido de los chicos del edificio, me hacía una película entera en la cabeza. Por supuesto, también aprendí las reglas del béisbol desde un primer plano abierto y cerrado a discreción. 

En fin, jugar banca me brindó la experiencia para luego convertirme en el narrador, el albacea de la tradición, el escriba de las acciones de los demás, el poeta, el arconte de la memoria, el transcriptor del orden y, finalmente, el que proporciona el sentido al relato. Cuando se es un enunciador, no hay otra habilidad sino la escritura, una vocación de largo aliento que rinde frutos e irrumpe como un milagro en la vida de aquellos que sólo nacimos para contemplar.