“Nos
llegó el final, todo se termina tarde o temprano”, se oye en la voz hermosa de
Yasmin Levy y desde tiempos oscuros, de persecución, exilio y muerte, llega su
acento sefardí contenido en unas notas de neo-flamenco. Así ocurre cuando te
sorprende una madrugada del alma, o de insomnio. Entonces me viene a la mente
una idea que desde hace mucho estoy rumiando: la inscripción de la historia
sobre los cuerpos.
El
tiempo se inscribe en los cuerpos y sobre estos va determinando una talla
implacable que manifiesta deuda, deuda por el dolor, deuda por el sacrificio,
deuda por la esperanza mantenida en promesas incumplidas. Ese estado de insolvencia
mantiene a la feligresía de los nuevos evangelios en emergencia, en apostasía,
en lealtad ambigua. Esas nuevas promesas no son tan fáciles de sostener porque
la expectativa no está en la eternidad sino en la necesidad de quien padece el
hambre y concreción de una solvencia traducida en vida.
El
evangelio de la Modernidad es una promesa insatisfecha, un cheque en blanco al
sacerdocio del mercado, la demagogia y los excesos del poder. El tiempo corre y
la empresita de la identidad, la construcción de naciones, la reivindicación de
la justicia y la inclusión de los pobres sigue aumentando en la columna del
debe de la historia de la infamia.
Quizás
la nocturnidad opaque la lucidez de mis letras pero no soporto la dilación de las
deudas. Tiempo presente, págame. Paga también al sefardita, al indio, al negro,
a la mujer, al homosexual, al caído de este vía
crucis infinito, antes de que la insolvencia de tu mezquindad nos haga
polvo de olvido.