Escena de Un perro andaluz (1929), cortometraje de Luis Buñuel. |
Hay
algo interesante en la manera cómo percibimos las cosas, la mayoría de las
veces no reparamos en el conjunto de valores que conforman los gustos
estéticos. La dinámica del mundo contemporáneo invita al consumo de lo visual,
en su mayoría imposiciones y arbitrios sustentados por el mercado global con su
permanente producción de deseo. La publicidad ya forma parte del día a día,
sumado a las tecnologías de información y comunicación (TIC), ambas han
evolucionado considerablemente y han logrado refinar los mecanismos por medio
de los cuales dirigen sus mensajes. Ahora bien, pensar que la comunicación y su
relación con la economía capitalista interviene al sujeto y le condiciona a una
suerte de percepción del mundo estandarizada, edulcorada y, a veces, alienante,
es sólo reparar en un aspecto del fenómeno. A mi juicio lo importante no es
asumir una posición defensiva ante la agresión de una economía que promueve la
exclusión y la desigualdad y que, además, pretende monopolizar la práctica de
la democracia. No. Lo que hay que entender es el papel que juega el deseo en
toda la producción capitalista de Occidente, y en particular de este “extremo
Occidente”, como gustaba decir José Martí cuando se refería al continente
americano.
El
deseo es precisamente aquello incapaz de ser saciado. La característica
fundamental del deseo es la insatisfacción permanente por parte del sujeto que
aspira suplir una carencia (nunca identificada) con la adquisición de algún
objeto. No hay nada natural en el deseo. El deseo responde a sensaciones estimuladas
por el entorno, a un modelaje del tiempo y espacio en el que el sujeto
circunscribe sus acciones. Es decir, el deseo no es autónomo. Si el deseo está
socialmente orientado y responde a una carencia, a una falta, no queda otra
sino identificar el orden simbólico al que pertenece. Si el orden simbólico no
actúa sobre el sujeto entonces su lugar es tomado por la pulsión. Ser dominado
por la pulsión implica, entre otras cosas, entrar en el terreno del goce. A
todas estas no sé qué diablos estoy haciendo al narrar lo del deseo. Además,
¿por qué estoy escribiendo en términos lacanianos? ¡Ah sí, ya recuerdo! Todo
empezó por el tema del mercado y sus implicaciones en la conformación de los
valores estéticos del sujeto Occidental. Es sencillo, me interesa identificar
la intención ideológica de una imagen.
Al
identificar los elementos ideológicos que componen una imagen actúo como sujeto
(auto) consciente. Ahí ya tengo una batalla ganada con la embestida
publicitaria que me ahoga y agrede permanentemente. Esta afirmación no está
relacionada con aquello que insisten en llamar “izquierdismo trasnochado”, tan
de moda en el léxico de los que ven con ojeriza el disenso y la crítica. No tengo
el control total de las imágenes que observo y aparecen ante mí de forma
azarosa, pero sí poseo la capacidad de observar, de posar la mirada en lo que
me interpela, lo que me mueve a cuestionar y repensar mi estructura de sentido
y raciocinio, incluso de regodearme con lo que me afirma; un poco de narcisismo
no cae mal en un momento donde ser diferente atenta contra el sentido común, el
menos común de los sentidos (y me perdonan el cliché). Se trata, entonces, de
ejercer la crítica con el objetivo de transformar el entorno, de devolver al
hombre la constitución de animal político, de despojarse de la moral pacata
(Dios y Patria) no con el objetivo de figurar un gesto existencialista, o una
suerte de rebeldía sin causa, sino de experimentar el placer de la comprensión.
La comprensión responde a mi propia fantasía de escapar del orden del discurso,
de lo hegemónico. Esa fantasía es equivalente a un niño que come su propia
mierda, es decir, si sé que como sujeto soy un comemierda, entonces decido qué
clase de mierda comer. En última instancia, la crítica de la representación es
mucho más verdadera que la representación en sí. Y lo es en tanto está
personalizada y no encubierta con la falsedad de lo objetivo o, peor aún, de
las “buenas intenciones”. El objetivo es no sucumbir a las imposiciones sino
orientar el deseo hacia las insatisfacciones fantasiosamente escogidas,
seleccionadas y discriminadas, es decir, modelar el deseo.
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