lunes, 25 de marzo de 2013

Fluidos, porno y nihilismo

 
La mirada del sujeto que está seguro de la seducción pero no de lo seducido
     Un hombre se encuentra esperando el tren subterráneo en el corredor de una estación; el tren llega y él se sube. Mientras las estaciones van pasando como las cuentas de un rosario el hombre se detiene a observar con detenimiento todas las personas que se encuentran en el vagón hasta reparar en una mujer pelirroja. La mujer lo mira y le sonríe. A partir de ese momento hay un juego de miradas. Hasta acá todo bien. En el plano del romance y las atracciones un intercambio de miradas es lo más convencional, por lo menos eso se ve reflejado en ambos rostros. Sin embargo, hay un gesto distinto: el hombre ya no orienta su mirada directamente hacia los ojos de la bella mujer sino se enfoca en la abertura que, de forma sinuosa, se puede detallar en una falda de cuadros. La mujer se nota desconcertada al notar la lascivia de su furtivo enamorado; ligeramente alterada y acosada decide bajar en la próxima estación. Antes de bajarse la cámara enfoca la mano de la mujer con dos anillos en la mano izquierda, uno de ellos indica una alianza matrimonial. Al instante se le suma otra mano que decide sostenerse a unos centímetros de distancia, la del hombre. El tren se detiene y abre sus puertas, la mujer sale rauda mientras el hombre la sigue; imposible alcanzarla, la pierde de vista y retorna al corredor para tomar otro tren que lo lleve a la estación de destino, otro día de trabajo lo espera.

      La anterior descripción pertenece al filme Shame (2011), dirigido por Steve McQueen, protagonizado por Michael Fassbender (Brandon Sullivan) y Carey Mulligan (Sissy Sullivan). Brandon es un joven apuesto y profesional oriundo de New Jersey que goza de un buen empleo en una empresa con sede en la ciudad de New York, es soltero y suele frecuentar lugares de prostitución, contratar servicios sexuales a domicilio, afiliarse a páginas web con contenido pornográfico y tener encuentros casuales con mujeres jóvenes y atractivas, iguales a él, conocidas en algún bar de ejecutivos. Sissy es su hermana, una mujer de sensualidad despistada y talento artístico que desempeña en calidad de cantante en los bares lujosos de Los Ángeles, posee una personalidad frágil y dependiente. Realizo todas estas descripciones con un fondo musical que pertenece al mismo filme, composición original de Harry Escott, sumado a algunos clásicos del jazz, el pop de los ochenta y, para mi sorpresa, la incorporación de piezas interpretadas por el pianista Glenn Gould, el excéntrico de las Variaciones Golberg. Con todo este cuadro descriptivo, excesivamente estéril para mí, debo empezar a analizar lo que vi de mí ahí y por qué me resulta tan conmovedora esta historia. 
 
      Hay algo en la manera como entendemos las relaciones interpersonales hoy día, algo extraño que nos azuza y no sabemos con certeza qué es. Podría ser un vacío ontológico, una inconformidad existencial, la sensación de quedar perplejos ante la desnudez del cosmos, el hecho más claro que nos aplasta y, al mismo tiempo, atraviesa de forma oblicua: estamos solos. Esa soledad ha sido manejada a lo largo de la historia de la humanidad desde diferentes puntos de vista, no sólo en el plano individual sino colectivo. Desde el recurso de la religión, hasta su más reciente sustituta que es la ciencia, el hombre ha querido dar una respuesta contingente a su propia indefensión. Las ciencias sociales, de una u otra forma, cooperan a dar una explicación lógica al comportamiento humano en sociedad. Un aporte similar lo hacen las humanidades al pretender abordar al hombre desde la reflexión y el entendimiento. En todos los campos disciplinares del conocimiento humano se puede notar con facilidad la inclinación de nuestra especie a formular preguntas, plantear hipótesis y, sobre todo, quedar insatisfechos. 
 
      Si yo no tuviera un imaginario adscrito a un orden simbólico, probablemente estaría enloquecido y al borde del suicidio. Si no creyera en el poder del logos y su capacidad de conformar una matriz, entonces no sería capaz de hallar humanidad en mis semejantes. Si no pensara en la posibilidad de transformar mi entorno y procurar, con diligencia y responsabilidad, el bienestar del prójimo, entonces renunciaría a mi condición de hombre y procuraría internarme en un hábitat salvaje con otras especies animales, o tal vez me encerraría en una jaula a morir mientras los demás acuden a verme y satisfacen su morbosidad momentánea, una suerte de artista del hambre kafkiano. Si no pudiera pensar en una situación que va más allá del límite infranqueable entre dos cuerpos, de la necesidad de sentir el tacto de otra persona, la caricia de una mano que traza un deseo de tomar y retener por un instante una energía que supera mis capacidades de entendimiento y anhela entregarse por completo a un destino incierto, donde no haya más dudas ni temores sino una atemporalidad, entonces diría que todo este cuento de la potencia de un sujeto que se hace sujeto si y sólo si se encuentra con otro sujeto similar a él no serviría de nada. 
 
      A esa nada, a ese vacío, es precisamente que apelo en una situación liminar como la que vive el sujeto moderno. Ese nihilismo no es el derecho en sí que busco promover sino la consecuencia y fase última de un estado de humanidad que encuentro peligroso, como afirmaba Jünger: “…El nihilismo puede ser tanto una señal de debilidad como de fuerza. Es una expresión de la inutilidad del otro mundo, pero no del mundo y de la existencia en general. El gran crecimiento lleva consigo un desmoronamiento y perecer increíbles, y, bajo este aspecto, la aparición del nihilismo puede ser, como forma extrema del pesimismo, una señal favorable.” (1994: 24). En última instancia, lo que hago es describir un cuadro de características que promueven y estimulan un estilo de vida que le guiña el ojo a ese espectro de muerte que circunda nuestro modus vivendi y condena nuestras esperanzas a un reducido nivel de existencia, tan precario y superficial como sólo una economía de mercado podría gestionar. Precisamente gerenciar es lo que queda, o lo que aparenta ser el reducto final de una revelación o fin del mundo que se anuncia con fecha específica, como el tan anhelado 2012 de la profecía maya. En un mundo donde todo es válido, entonces nada lo es. Pasamos a un coaching generalizado que administra las angustias y las capitaliza orientándolas hacia un modelo de gestión productivo óptimo y eficiente, de acuerdo a un diseño corporativo (¿fascista?) del ser humano. Lo que opera en el mundo es la tiranía del semblante, la necesidad de sacar a pasear el síntoma y llevarlo a un spa.

La contemplación del vacío postorgásmico
    
     Retorno al tema y objeto de análisis inicial, no vaya a pensar el lector que utilizo el filme como excusa para divagar sobre tópicos indistintos, para enlazarlo con lo arriba descrito. 
 
     Cuando no queda sino la administración de los estímulos por medio de dispositivos electrónicos, el consumo del placer (pornografía), la mera pulsión escópica, la supeditación a una máquina de producción del deseo y toda la mercadotecnia que lo acompaña, entonces ocurre el borramiento de un tamiz necesario llamado humanidad, se disemina el sujeto cognoscible y, en sustitución de ello, se establece la pulsión, en esta oportunidad empaquetada y a la distancia de un click. Cuando eso ocurre estamos ante la fantasía de un teólogo medieval que no veía otra cosa en los cuerpos sino un organismo lleno de fluidos putrefactos, maculados y corroídos por la maldición de Dios al sentenciar la muerte del hombre, su terrible finitud; solución: cercenar el mal de raíz e imitar la decisión de Orígenes. Eso sólo ocurre cuando ha triunfado la culpa como mecanismo regulatorio, el delirio del cristianismo, pero ahora le agregamos el componente del mercado y hacemos de esta sociedad una suerte de chocolate con laxante. 
 
      Encuentro en Brandon la descripción de un sujeto consciente de su propia obsesión, es representante de una forma de explorar la sexualidad como quien expía la culpa por sus ofensas al Creador, una autoflagelación configurada por las represiones de un opuso que no consigue salvación en medio del torbellino humano. Veo en Brandon la conformación del sujeto postmoderno que encuentra en la estimulación genital un asidero que lo conecta a la realidad pero lo condena a vivir en el disimulo y la hipocresía. En ese sentido me conmueve ese personaje, encuentro mucha sinceridad en él, porque revela su impotencia y fragilidad ante la opresión que vivimos y el diluvio que se avecina. El nihilismo actual tiene que favorecernos, de lo contrario estamos ante el umbral de la instauración de lo siniestro. 
 
Bibliografía citada:
Ernst Jünger y Martin Heidegger, Acerca del nihilismo. Barcelona, Ediciones Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, 1994, pp.127

4 comentarios:

  1. confieso que no lo entendí completamente pero el final sí me gustó mucho :') una de mis pelis favoritas btw

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  2. Me alegra mucho ser leído por vos, sobre todo que te tomes la molestia de hacerlo. Me gusta que me escribas y opines sobre mis entradas del blog. Quizás no logré comunicarme bien en esta oportunidad, pero la próxima vez me esforzaré por ser más transparente en el mensaje, menos críptico. Lo prometo.

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  3. Más críptico y menos crítico :)

    Gracias por este puntual, hermoso, revelador y pertinaz ensayo. Agradezco también la amplitud de mira de tu escritura que, paradójicamente nos permite centrarnos, entre la pertenencia y el destierro.

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  4. Gracias por tu lectura y por tomarte la molestia de leer las semblanzas que escribo en torno a diversos temas que apuntan a lo mismo: el inxilio. Como bien dices, el destierro forma parte de mi malestar cultural en este momento tan difícil para mi país. Disculpa por tardar tanto en responder, no me había dado cuenta de tu comentario.

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