La
primera escena es clave. Es de noche en alguna parte de alguna ciudad
secundaria y cercana a Londres, un hombre se acerca a su vehículo, ingresa y se
desmarca de los aperos del trabajo (asumo que es ingeniero o jefe de obra). En
un gesto rutinario se quita el casco, los lentes y el chaleco reflector. Enciende
el vehículo e inmediatamente conecta su celular al sistema bluetooth. Se pone en movimiento hasta llegar a un cruce
transversal donde coloca la luz de cruce para girar a la izquierda pero el
semáforo acaba de dar la orden de detenerse. Ese rojo, ese alto, fue suficiente
para reflexionar y girar en sentido contrario. Este es el inicio del filme Locke (2014), dirigido por el inglés Steven
Knight.
Ivan
Locke es un esposo y padre amoroso, responsable de un proyecto de construcción
de enormes proporciones y con la sombra a cuestas de un progenitor que lo
abandonó apenas siendo un niño. Su vida es interpelada a raíz de una relación
extramatrimonial de una noche, con el resultado sorpresivo de un embarazo. La necesidad
de hacer lo correcto es lo que proporciona el argumento del filme, donde todo
transcurre dentro del auto (representación metonímica del encierro al que es
sometido el protagonista). El plano es casi secuencial, en el ínterin del desplazamiento
por la autopista realiza una serie de llamadas para informar decisiones importantes:
La familia (no verá el partido de fútbol con su esposa e hijos); el trabajo (no
estará al mando de una importante distribución de concreto para el edificio que
está construyendo, por eso delega funciones al subalterno inmediato y llama a
su jefe); la infidelidad (informa a la mujer que estará presente al momento del
alumbramiento). Entre esos tres aspectos transcurre la historia, mientras
observamos a un Tom Hardy que deslumbra con el carácter y poder actoral que
despliega en esta, quizás, su mejor interpretación.
Ivan
Locke decide. En el juego de la decisión apuesta la estabilidad de su vida, el
semblante de un hombre ordinario es puesto a un lado ante la coyuntura que se
avecina por el nacimiento de un hijo, fruto de una infidelidad. No importa
tanto el dilema moral en el cual está sumergido el protagonista sino la
claustrofobia que genera, tanto a él como al espectador, la tensión que implica
romper con la herencia y el pesado fardo de la memoria. El sujeto lucha, tiene
un duelo con el fantasma del padre (no tiene un mandato como Hamlet sino una
deshonra que reivindicar, una mácula que limpiar: el apellido en sí). La herencia
es una rémora para aquellos hombres que no están complacidos con lo que le tocó
en suerte, sobre todo aquello que tiene que ver con el llamado de la especie,
la sangre.
El
mensaje es claro: un hombre tiene hábitos simples, cotidianos, por esa causa
adquiere una serie de rasgos que lo habilitan para vivir en sociedad. Esa disposición
permanente a hacer las cosas es lo que diferencia al hombre de otras especies,
entre tantas otras características. De tal manera que “hacer lo correcto” no
tiene que ver con una revelación o don otorgado por los dioses sino por el “hábito”
de siempre llevarlo a cabo. Por eso lo apacible del personaje del filme, la
templanza en sus decisiones de vida. De eso se trata todo esto, asumimos
cambios, unos adversos y otros favorables, con la venia de nuestro temperamento,
el respaldo de la frecuencia, indetectable y silente pero fortalecedora, para
poder ganarnos la humanidad, el ser hombres. Locke muestra que las decisiones no son delicadas ni complejas
simplemente son rutinarias, tan simples como conducir un auto por una autopista.
La capacidad de respuesta dependerá de lo que cuentes en tu haber. Esa es la
ética. Gracias John Locke por el pragmatismo.
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