lunes, 2 de diciembre de 2013

¿Una mala transacción?


     Cuando tenía 14 años tuve la idea de vender mi guante de béisbol y con el dinero adquirido me fui a comprar unas cintas magnetofónicas al Centro Comercial Paseo Mirandino, ubicado en Los Teques. Me gustaba pasear por la ciudad y ver vitrinas, pero lo que más disfrutaba era cuando entraba a un establecimiento de pequeñas tiendas de economía informal e iba al puesto de ventas de casetes, todos copiados y con un repertorio musical que hasta ese entonces me parecía universal: Queen, Megadeth, Nirvana, Metallica, Rolling Stones, Abba, The Beeges, Iron Maiden, Sting, The Police, Phil Collins, Van Halen, AC/DC, The Beatles, Guns & Roses, Pearl Jam, Zapato 3, Desorden Público, Sentimiento Muerto, Génesis, Elton John, Scorpions, etcétera. Aún no tenía un género por el cual pudiera decir que sentía una identificación, salvo por los grupos Nirvana, Pearl Jam y, de forma incipiente, Green Day, todos de la movida Grunge tan significativa para quienes éramos adolescentes en los noventa. Desde ese entonces he pensado firmemente en el potencial de promoción cultural que encierra la piratería, sin la copia ilegal nunca hubiera tenido acceso a todo el repertorio musical y cinematográfico que he oído y visto. 

      La música me atrapó, me sedujo con su poder melódico y fuerza inspiradora. Aunque no soy músico y jamás pude aprender a tocar un instrumento considero que mi apreciación musical no es nada deleznable; hasta hice el curso de Apreciación Musical del maestro Calcaño, una edición en disco de acetato que fue distribuida en ocasión especial por el Cuatricentenario de la ciudad de Caracas. Desde que era un niño he sentido una inclinación hacia lo sublime que se encuentra a ráfagas en una nota. Sé que la música es el arte más efímero, pero no por ello el menos importante. De hecho la música es el gran arte. Lo anterior es una de esas afirmaciones que acostumbro a declamar en público y me hacen ver como un sujeto autoritario, casi despótico: "¡Pienso que en la música no hay medias tintas.Y punto!". 

      Cuando empecé a ver películas, mi otra pasión artística, lo hice atraído por la música. Aún recuerdo las bandas sonoras de los Cazafantasmas, Volver al Futuro, Los Gremlins, Una historia sin fin, La Guerra de las Galaxias, Indiana Jones, por decir sólo algunos títulos. Todas las escenas que recuerdo de esos filmes de mi niñez están acompañadas de una canción o melodía que mi memoria logra referenciarlas en el acto. A los 12 o 13 tuve mi primer contacto con la música académica, esa que mal llaman “clásica”. Vivaldi fue el compositor con el cual inicié la aventura de las grandes composiciones, quizás de ahí mi inclinación por El Barroco
 
      En fin, con el dinero de la venta del guante pude adquirir una pequeña compra de casetes de música clásica, entre los compositores estaban Schubert, Mozart, Verdi, Haydn, Schumann, Haendel y Chopin. Barroco, Clasicismo y Romanticismo estuvieron acompañándome durante mis turbulentos años de adolescencia, durante mis desamores y desencuentros con la realidad de ser un sujeto aislado y distinto al resto de mis compañeros de curso, a mis vecinos e incluso mi propia familia. El arte me enseñó a nunca estar solo. La aproximación a la lectura ocurrió poco tiempo después, en un gesto de bautismo trinitario (música, cine y literatura) que ha signado mi vida desde entonces. 


      La música ha sido mi mentora en ese largo trayecto de educar a un hombre y formarlo en la sensibilidad, la sensatez y el sentimiento. No ha sido fácil el camino que he recorrido a través de ella, no todo el tiempo he tenido buen gusto y en ocasiones hasta me sorprendo cuando tarareo alguna nota que no va acorde con mi propia historia musical (no mencionaré géneros o artistas, así no me pillan desprevenido). A estas alturas me pregunto si fue un buen negocio haber vendido ese guante de béisbol. 

lunes, 11 de noviembre de 2013

Una casa/lo siniestro



Cuando vi por primera vez Rabbits   (2002), dirigido por David Lynch, no pude dejar de pensar en la idea extraordinaria que orienta cada uno de los 9 capítulos que integran esta miniserie: lo siniestro. A mi juicio, más allá de los enlatados que aparecen en las escenas familiares a modo de sketches, o las situaciones absurdas que describe, es la imagen de lo extraño cuando se instala en una casa lo que permite comprender el entramado del relato. Cuando en un hogar existe un elemento oscuro, ajeno a la cotidianidad de los miembros familiares, y el ambiente se torna enrarecido y discordante, entonces decimos que hay una situación anómala, tensa. 

Lo anterior me ayuda a pensar el contenido narrado en Rabbits. Lo siniestro no tiene que ver con la presencia, real o fantasiosa, de fenómenos paranormales. En efecto, lo siniestro responde a una condición psíquica que se alimenta de registros obtenidos en el exterior pero al ser procesados por nuestra mente pasan a ser sujetos de sospecha, incluso temor. 


Lo que estoy diciendo es una interpretación muy grosera de Lo Siniestro (1919) de Sigmund Freud, de todas formas no intento desarrollar un estudio objetivo, conforme a las reglas del método psicoanalítico. Es preciso aclarar que busco apropiarme deliberadamente de dicho concepto freudiano para articularlo con lo que he identificado en la pequeña producción de Lynch. 

Una familia compuesta por tres conejos humanoides es el elenco que trabaja en el filme, todos los capítulos están grabados en un set con una cámara fija que usa luz artificial. Aunado a la descripción anterior el sonido está acompañado de una música compuesta por Angelo Badalamenti. Cada uno de los tres miembros familiares posee un rol dentro del hogar, Jack (Scott Coffey) es el padre trabajador, Jane (Laura Harring, y luego sustituida por Rebekah del Rio) es la madre ama de casa y Suzie (Naomi Watts) es una adolescente. Los diálogos son inconexos y esquizofrénicos, seguido de risas pregrabadas como si fuese un programa cómico hecho en vivo. Un aspecto importante de la musicalización es la tensión que genera en el espectador las notas, también acompañadas de varios ruidos, la lluvia y, a veces, una voz demoníaca. 

La historia narra la aparente tranquilidad de un hogar de clase media cuyas acciones transcurren con el tedio que acompaña la cotidianidad que ahí se vive. Sin embargo, lo que realmente estructura las relaciones es una presencia macabra que convierte los diálogos en oraciones absurdas, interrogantes que no son contestadas y afirmaciones de tipo existencial. El espectador espera que algo realmente ocurra y proporcione un giro significativo en la narración, por lo menos esa era mi expectativa. Aun así, uno tiene la sensación de estar presenciando el declive de la familia tradicional norteamericana en la medida que transcurre el tiempo; un tiempo sin sentido, vacío. Lo siniestro opera constantemente a lo largo de la filmación, mientras la familia de conejos humanoides es incapaz de determinar aquello que en realidad hace de sus vidas una experiencia disfuncional. 

Aquellos que seguimos la filmografía de David Lynch notamos que este a veces nos sorprende con cortos, videos musicales y largometrajes que invitan a formar parte de un universo caótico y escalofriante muy particular. Lo importante de su cine es la capacidad de generar tensión en el espectador sin que nada realmente esté ocurriendo. En este sentido, Lynch es una suerte de prestidigitador del miedo. Juega con el temor, lo representa, lo escudriña, lo indaga, lo vuelve seductor, sin necesidad de hacer de su contenido un espectáculo de horror. Ciertamente, la estética de este director no apunta hacia un registro efectista, de hecho muchos de sus artilugios están elaborados de una manera un tanto precaria, sino la de producir una experiencia sensitiva única. No lo sé, ningún director me logra interpelar tanto como David Lynch, quizás porque escoge aquello con lo que la cultura estadounidense quiere seducirnos: un estilo de vida moderno, organizado, cálido y predecible, sin interrupciones o giros intempestivos. Precisamente, es en esa cotidianidad, en esa felicidad o placidez cosificada y esteriotipada, en donde se encuentra el verdadero horror, lo siniestro que circunscribe la vida de la clase media.

domingo, 26 de mayo de 2013

Ausencia (semblanza en torno a la desaparición de Cesária Évora)

Na nha sonho mieforte
Um tem bo protecao
Um te so bo carinho
E bo sorriso
1


Tu rostro evoca mucha saudade
      Los recuerdos surgen en la mente por alguna lógica inconsciente, quizás un aspecto del presente inmediato active la necesidad de recuperar una sensación placentera ya difusa, perdida en el espesor de tanta información registrada en tres décadas de existencia. Si el presente se alimenta de un deseo imposible de ser saciado, el pasado adquiere estímulo de tecnologías que fungen como apéndice de la memoria, son esos artefactos culturales que contribuyen a editar el pesado fardo mnemotécnico. Uno de esos dispositivos es la música. La música es uno de los elementos que activa mis ansias por la remembranza, por el placer de recuperar los momentos de felicidad ya idos; incluso los episodios más tristes. No se trata de caer en el lugar común que afirma la relación entre la vida y una canción. No. Definitivamente, no me refiero a ese gesto novelero. 
      Hay tanta música en mi mente. Sin embargo, siento una profunda nostalgia por las canciones de Cesária Évora. Nunca serán suficientes las palabras que describan su voz. Llegué a su música por uno de esos azares e inmediatamente supe que debía seguir oyéndola. Ya no recuerdo el año ni el momento en que su música comenzó a formar parte del repertorio de mis sensibilidades. Cuando supe de su fallecimiento, un 17 de diciembre de 2011, pensé en la honda huella que dejan ciertos artistas en la vida. Cuando Cesária Évora murió recordé la tristeza que me generó el suicidio de Kurt Cobain (mi ídolo de adolescencia) y Celia Cruz (recordatorio perenne de mi ser caribeño). Cuando Cesária Évora murió, también murió una dulce compañía. Su ausencia, como todas las ausencias, me pone a elucubrar acerca de la vez que nunca la conocí, a inventar diálogos que nunca acontecieron, entonar las canciones que jamás le oí recitar en un concierto y transitar por las calles de su amada San Vicente en aquel viaje que no hice a Cabo Verde (Petit Pays). La ausencia me lleva a delirar por islas africanas donde el tiempo transcurre en una monotonía incesante, de tranquilas aguas atlánticas desde donde alguna vez mis abuelos decidieron tomar el rumbo incierto de emigrar y venir a “hacer las Américas”. Un país de maravillas, solía decir mi abuelo cuando se refería a Venezuela. De mis abuelos me viene lo de recordar las ínsulas del océano Atlántico, geografías que desconozco pero las siento vívidas (como esa dorsal oceánica llamada Islandia). ¿Qué hay en una isla que es capaz de conformar tanta añoranza? Conozco a muchos isleños que ansían un continente pero cuando están en él piensan con melancolía en su terruño.
      Esa nostalgia, esa melancolía, es lo que percibo en la voz de Cesária cuando la oigo cantar, una y otra vez, en ese portugués postcolonial que tanto ha ayudado ha enriquecerlo, quitándole los sonidos guturales ibéricos tan ásperos para una lengua que en ella se exhibe sensual, cadenciosa e íntima. Una lengua que enuncia la condición isleña con características propias, una lengua caboverdiana (Isolada: aislada). Pero también es una Ausencia, una oportunidad para hacer uso de una frase en español que concentra lo que siento: echar en falta. Cuando uno extraña en realidad lo hace desde la fantasía que genera la nostalgia, una nostalgia fijada por rasgos de la personalidad que están definidos desde los primeros años de infancia y que, en la etapa adulta, simplemente les proporcionamos contenido. En mi caso, una continua inclinación a viajar en el tiempo y rememorar las viejas canciones de pasodobles que gustaba oír mi abuela; sucede que su nieto también posee una nostalgia isleña: ¿será que los sentimientos también se heredan?
       Desde esta condición continental invoco a los ancestros isleños que me constituyen y claman por ser reconocidos (Beijo Roubado). Un último recurso para esta semblanza: no es la interrupción abrupta lo que importa (la pérdida) sino la continuidad en medio del naufragio, el pulso vital que me impela a estar y ser (como uno de esos barcos en los que nunca estuvo Enrique el Navegante). 
 
1Fragmento de la canción Ausencia, escrita por Goran Bregovic e interpretada por Cesária Évora como parte de la banda sonora del film Underground (1995), dirigido por Emir Kusturica. Traducción en inglés: “In my strongest dreams/ I have your protection/ I have your careing/ And your smile”.

lunes, 25 de marzo de 2013

Fluidos, porno y nihilismo

 
La mirada del sujeto que está seguro de la seducción pero no de lo seducido
     Un hombre se encuentra esperando el tren subterráneo en el corredor de una estación; el tren llega y él se sube. Mientras las estaciones van pasando como las cuentas de un rosario el hombre se detiene a observar con detenimiento todas las personas que se encuentran en el vagón hasta reparar en una mujer pelirroja. La mujer lo mira y le sonríe. A partir de ese momento hay un juego de miradas. Hasta acá todo bien. En el plano del romance y las atracciones un intercambio de miradas es lo más convencional, por lo menos eso se ve reflejado en ambos rostros. Sin embargo, hay un gesto distinto: el hombre ya no orienta su mirada directamente hacia los ojos de la bella mujer sino se enfoca en la abertura que, de forma sinuosa, se puede detallar en una falda de cuadros. La mujer se nota desconcertada al notar la lascivia de su furtivo enamorado; ligeramente alterada y acosada decide bajar en la próxima estación. Antes de bajarse la cámara enfoca la mano de la mujer con dos anillos en la mano izquierda, uno de ellos indica una alianza matrimonial. Al instante se le suma otra mano que decide sostenerse a unos centímetros de distancia, la del hombre. El tren se detiene y abre sus puertas, la mujer sale rauda mientras el hombre la sigue; imposible alcanzarla, la pierde de vista y retorna al corredor para tomar otro tren que lo lleve a la estación de destino, otro día de trabajo lo espera.

      La anterior descripción pertenece al filme Shame (2011), dirigido por Steve McQueen, protagonizado por Michael Fassbender (Brandon Sullivan) y Carey Mulligan (Sissy Sullivan). Brandon es un joven apuesto y profesional oriundo de New Jersey que goza de un buen empleo en una empresa con sede en la ciudad de New York, es soltero y suele frecuentar lugares de prostitución, contratar servicios sexuales a domicilio, afiliarse a páginas web con contenido pornográfico y tener encuentros casuales con mujeres jóvenes y atractivas, iguales a él, conocidas en algún bar de ejecutivos. Sissy es su hermana, una mujer de sensualidad despistada y talento artístico que desempeña en calidad de cantante en los bares lujosos de Los Ángeles, posee una personalidad frágil y dependiente. Realizo todas estas descripciones con un fondo musical que pertenece al mismo filme, composición original de Harry Escott, sumado a algunos clásicos del jazz, el pop de los ochenta y, para mi sorpresa, la incorporación de piezas interpretadas por el pianista Glenn Gould, el excéntrico de las Variaciones Golberg. Con todo este cuadro descriptivo, excesivamente estéril para mí, debo empezar a analizar lo que vi de mí ahí y por qué me resulta tan conmovedora esta historia. 
 
      Hay algo en la manera como entendemos las relaciones interpersonales hoy día, algo extraño que nos azuza y no sabemos con certeza qué es. Podría ser un vacío ontológico, una inconformidad existencial, la sensación de quedar perplejos ante la desnudez del cosmos, el hecho más claro que nos aplasta y, al mismo tiempo, atraviesa de forma oblicua: estamos solos. Esa soledad ha sido manejada a lo largo de la historia de la humanidad desde diferentes puntos de vista, no sólo en el plano individual sino colectivo. Desde el recurso de la religión, hasta su más reciente sustituta que es la ciencia, el hombre ha querido dar una respuesta contingente a su propia indefensión. Las ciencias sociales, de una u otra forma, cooperan a dar una explicación lógica al comportamiento humano en sociedad. Un aporte similar lo hacen las humanidades al pretender abordar al hombre desde la reflexión y el entendimiento. En todos los campos disciplinares del conocimiento humano se puede notar con facilidad la inclinación de nuestra especie a formular preguntas, plantear hipótesis y, sobre todo, quedar insatisfechos. 
 
      Si yo no tuviera un imaginario adscrito a un orden simbólico, probablemente estaría enloquecido y al borde del suicidio. Si no creyera en el poder del logos y su capacidad de conformar una matriz, entonces no sería capaz de hallar humanidad en mis semejantes. Si no pensara en la posibilidad de transformar mi entorno y procurar, con diligencia y responsabilidad, el bienestar del prójimo, entonces renunciaría a mi condición de hombre y procuraría internarme en un hábitat salvaje con otras especies animales, o tal vez me encerraría en una jaula a morir mientras los demás acuden a verme y satisfacen su morbosidad momentánea, una suerte de artista del hambre kafkiano. Si no pudiera pensar en una situación que va más allá del límite infranqueable entre dos cuerpos, de la necesidad de sentir el tacto de otra persona, la caricia de una mano que traza un deseo de tomar y retener por un instante una energía que supera mis capacidades de entendimiento y anhela entregarse por completo a un destino incierto, donde no haya más dudas ni temores sino una atemporalidad, entonces diría que todo este cuento de la potencia de un sujeto que se hace sujeto si y sólo si se encuentra con otro sujeto similar a él no serviría de nada. 
 
      A esa nada, a ese vacío, es precisamente que apelo en una situación liminar como la que vive el sujeto moderno. Ese nihilismo no es el derecho en sí que busco promover sino la consecuencia y fase última de un estado de humanidad que encuentro peligroso, como afirmaba Jünger: “…El nihilismo puede ser tanto una señal de debilidad como de fuerza. Es una expresión de la inutilidad del otro mundo, pero no del mundo y de la existencia en general. El gran crecimiento lleva consigo un desmoronamiento y perecer increíbles, y, bajo este aspecto, la aparición del nihilismo puede ser, como forma extrema del pesimismo, una señal favorable.” (1994: 24). En última instancia, lo que hago es describir un cuadro de características que promueven y estimulan un estilo de vida que le guiña el ojo a ese espectro de muerte que circunda nuestro modus vivendi y condena nuestras esperanzas a un reducido nivel de existencia, tan precario y superficial como sólo una economía de mercado podría gestionar. Precisamente gerenciar es lo que queda, o lo que aparenta ser el reducto final de una revelación o fin del mundo que se anuncia con fecha específica, como el tan anhelado 2012 de la profecía maya. En un mundo donde todo es válido, entonces nada lo es. Pasamos a un coaching generalizado que administra las angustias y las capitaliza orientándolas hacia un modelo de gestión productivo óptimo y eficiente, de acuerdo a un diseño corporativo (¿fascista?) del ser humano. Lo que opera en el mundo es la tiranía del semblante, la necesidad de sacar a pasear el síntoma y llevarlo a un spa.

La contemplación del vacío postorgásmico
    
     Retorno al tema y objeto de análisis inicial, no vaya a pensar el lector que utilizo el filme como excusa para divagar sobre tópicos indistintos, para enlazarlo con lo arriba descrito. 
 
     Cuando no queda sino la administración de los estímulos por medio de dispositivos electrónicos, el consumo del placer (pornografía), la mera pulsión escópica, la supeditación a una máquina de producción del deseo y toda la mercadotecnia que lo acompaña, entonces ocurre el borramiento de un tamiz necesario llamado humanidad, se disemina el sujeto cognoscible y, en sustitución de ello, se establece la pulsión, en esta oportunidad empaquetada y a la distancia de un click. Cuando eso ocurre estamos ante la fantasía de un teólogo medieval que no veía otra cosa en los cuerpos sino un organismo lleno de fluidos putrefactos, maculados y corroídos por la maldición de Dios al sentenciar la muerte del hombre, su terrible finitud; solución: cercenar el mal de raíz e imitar la decisión de Orígenes. Eso sólo ocurre cuando ha triunfado la culpa como mecanismo regulatorio, el delirio del cristianismo, pero ahora le agregamos el componente del mercado y hacemos de esta sociedad una suerte de chocolate con laxante. 
 
      Encuentro en Brandon la descripción de un sujeto consciente de su propia obsesión, es representante de una forma de explorar la sexualidad como quien expía la culpa por sus ofensas al Creador, una autoflagelación configurada por las represiones de un opuso que no consigue salvación en medio del torbellino humano. Veo en Brandon la conformación del sujeto postmoderno que encuentra en la estimulación genital un asidero que lo conecta a la realidad pero lo condena a vivir en el disimulo y la hipocresía. En ese sentido me conmueve ese personaje, encuentro mucha sinceridad en él, porque revela su impotencia y fragilidad ante la opresión que vivimos y el diluvio que se avecina. El nihilismo actual tiene que favorecernos, de lo contrario estamos ante el umbral de la instauración de lo siniestro. 
 
Bibliografía citada:
Ernst Jünger y Martin Heidegger, Acerca del nihilismo. Barcelona, Ediciones Paidós, I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, 1994, pp.127

viernes, 26 de octubre de 2012

Del hito al mito y viceversa...Reflexiones en torno al 12 de octubre (1492-2012)

 
Estatua destronada de Cristóbal Colón. Ciudad de Mérida, Estado Mérida, Venezuela.

“...Y yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro...” Cristóbal Colón, Diario de a bordo, 13 de octubre de 1492.

“...Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil...” Simón Bolívar, “Carta de Jamaica”, 6 de septiembre de 1815.

"...No viviremos ya más de rodillas." CCRI-CG, EZLN, 12 de octubre de 1994.


Se me encargó la tarea de reflexionar sobre el 12 de octubre de 1492. Ese fue el primer impedimento, lo demás ya lo sabemos: pensar sobre una piedra picuda durante días para terminar escribiendo unos apuntes a última hora, como ya es tradición venezolana. Aun así, mi disertación tiene como objetivo pensar precisamente sobre eso: la tradición. Son muchas cosas que como pueblo o unidad se nos achaca en torno a este tema. En efecto, las tradiciones son un conjunto de consensos que asumimos como referentes en nuestro día a día. Constituyen un marco de orientación disciplinar que actúan como patrimonio intangible de la sociedad. Sin embargo no podemos pensar el conjunto de valores de una cultura como si estos fuesen compartimentos estancos, inviolables, sagrados y monolíticos. El movimiento es lo que supera los escollos del presente, y a ese movimiento, a esas aceleraciones o impulsos, hay que estar atentos porque funcionan como pulsiones de muerte que, en última instancia, anuncian buenas nuevas. Pues, ni más ni menos, en eso consiste pensar sobre la llegada de los europeos al continente americano aquella madrugada del 12 de octubre, hace quinientos veinte años. 

Como suelo imaginar la historia en función de las preguntas, inquietudes, aciertos y desaciertos que abundan en mi mente conforme analizo el contexto latinoamericano, entonces uso la idea del hito histórico y su fusión con el mito. Es decir, los hitos históricos se van conformando en el imaginario colectivo en función de un relato. Mientras más lejano está un hito histórico es más propenso a convertirse en mito, y viceversa. Me disculpan los antropólogos presentes por los errores infligidos a su disciplina y, por supuesto, por no ahondar con mayor detenimiento sobre el particular; no lo hago por menoscabo. Cualquier abuso o exabrupto cometido contra la profesión pido que se absuelva en nombre de esa tradición a la cual estoy apelando. Hay que recordar que la ductilidad también forma parte de la conservación y transformación que requieren los pueblos.
 
Pero, a todas estas, ¿por qué les cuento lo del hito y el mito? ¡Ah, ya recuerdo! Decía que los hitos corren el riesgo de borrarse en los mitos y, también, al contrario porque en realidad el cuerpo social gusta de la nubosidad, de la amnesia selectiva, de la edición del pasado para configurar tramas que se adapten a las necesidades y preguntas del presente continuo. A nadie se le ocurriría hacer hoy en día el papel de un Funes el memorioso, ese personaje borgeano que me impela a la compasión. La historia nunca podrá abarcar la totalidad de los acontecimientos. El pasado constituye un pesado fardo incapaz de ser montado sobre la espalda de un solo hombre. A menos que sea el rey de España, don Juan Carlos de Borbón. En efecto, este al celebrar los 500 años del descubrimiento de América, el 12 de octubre de 1992, en el Salón de los Reales Alcázares de Sevilla, convidó a los presentes en el acto protocolar a “edificar de verdad una comunidad iberoamericana que, mediante una paulatina integración de nuestros intereses comunes, dé solidez y potencia a nuestra área geopolítica" (El País, 12/10/1992, edición digital). Diría que el Rey hace bien al compartir las responsabilidades de construir dicha integración, así le queda más tiempo libre para cazar elefantes en África. A fin de cuentas un hombre solo no puede cargar con todo el peso de la historia. Ya lo dije, ¿o es que lo olvidaron? 

No puede haber integración mientras los efectos de una conquista y poblamiento sirvieron (¿aún?) de caldo de cultivo para la aplicación de mecanismos de desigualdad y exclusión que impidieron la coexistencia de la alteridad. Ahora no me vengan con el cuento ese del “encuentro” o del “contacto”. Para encuentros los que uno tiene en el Metro o en cualquier parte de la calle con algún conocido o amigo. Y lo del contacto se me hace una suerte de X Files versión J.J. Benítez. Lo que acá ocurrió fue producto de la expansión de la recién fundada España en su afán por encontrar vías marítimas paralelas a la de los portugueses. Así podían comerciar directamente con los proveedores de especias, sin intermediarios otomanos que eran muy avaros y no gustaban de dar crédito, ¡Alá es grande y Mahoma es su profeta! Claro, es que la opción del comercio sin intermediarios para adquirir ganancia es un derecho de los pueblos, por cierto el mismo que reclaman los indios tzotziles y tzeltales en Chiapas para poder vender su café e invertirlo en el bienestar de las comunidades autogestionadas, mejor conocidas como “Caracoles”. Entonces, ese azar de tropezar con un continente desconocido para los europeos no fue otra cosa que la oportunidad ideal para extender sus redes de comercialización. Territorio, población y recursos naturales fue una tríada perfecta para quemar las naves y fundar pueblos y villas, haga de cuenta la Santísima Trinidad del Kino Táchira y se queda pequeña ante la magnitud del tesoro. Hablar del 12 de octubre en calidad de encuentro no forma parte de una reflexión mesurada de ese hito, como diría José Ignacio Cabrujas:
Aquí, cinco siglos atrás, en lugar de “encuentro”, una palabra que alberga acuerdo y entendimiento entre personas que se respetan, hubo topetazo, hubo zambombazo y sopapo, zurra o disciplinazo y si se desea un nombre bonito, para llenarnos la boca en Madrid cuando nos fajemos a hablar de la herencia y la síntesis y la monserga, deberíamos bautizar estas ceremonias con el nombre de “el coñazo de cultura y cuarto”, mucho más legítimo y sobre todo, mucho más exacto a la hora de describir los sucesos de Rodrigo de Triana y sus herederos, a bordo de la carabela, cuando abrió los ojos en la madrugada y vio cocoteros. (2009: 79)

Ese “coñazo de cultura y cuarto” es el inicio de lo que podríamos denominar como Historia de América. La intención no es satanizar uno de los bandos implicados en el acontecimiento, tampoco la de conformar una visión idílica de los habitantes autóctonos. Eso sería llover sobre mojado o, simplemente, continuar una polémica estéril entre las leyendas negra y dorada. A propósito de la leyenda negra, no puedo dejar pasar por alto la concepción pueril que tienen muchos sobre las culturas indígenas de América; escuela fundada por fray Bartolomé de Las Casas, recuperada por Jean Jacques Rousseau en la visión del “buen salvaje” (imagino a mucha gente en pelotas) y, posteriormente, recuperada por los independentistas en sus libelos incendiarios contra la monarquía española. Pensar que los indios de ahora son los mismos que los de antes es asumir una minusvalía de estas comunidades en su lucha por la reivindicación y ampliación de los derechos democráticos. Además, ese pensamiento es anulado por la serie de procesos y manifestaciones que hemos observado en América Latina en las últimas décadas. Con respecto a esto último, menciona el subcomandante Marcos en una entrevista que le hiciera Manuel Vázquez Montalbán, en torno al significado de la rebelión en Chiapas:  
El primero de enero de 1994, cuando la gente supo de nosotros, o se suma o se alza contra, pero se produjo una tercera reacción, la de los millones de mexicanos que aprovecharon esa rotura del encantamiento para percibir que querían otra cosa. Para el Estado fue una novedad descubrir que había tanta oposición y que estaba dispuesta a plantear el cambio. Y nosotros descubrimos que el mundo no es tan sencillo, que no hay amigos y enemigos sino que hay otros grupos que están planteando cosas que hay que escuchar. En todo caso el mérito que tuvimos fue que supimos detenernos a escuchar. Pudimos no haberlo hecho y otra hubiera sido la historia. (1999: 170-171)

Hago énfasis en el uso que hace Marcos del verbo descubrir. En efecto, el 12 de octubre de 1492 es una fecha que no puede quedar detenida en ese año si no forma parte de una dinámica constante que siempre está sorprendiendo. Esa fecha no constituye una efeméride de fácil despacho o nulo interés. Y acá vuelvo al asunto de los hitos y los mitos. Les conté del primero pero faltó el otro. Considero al mito como una entidad viva capaz de conservar los rudimentos básicos para la construcción de un relato. ¿Cuál? Pues es el que usted quiera. ¿O es que vino acá a oír verdades? La verdad es una construcción a largo plazo, requiere tiempo. Precisamente lo que no tuve para escribir esta conferencia. Sin embargo, quisiera recordar lo dicho por la profesora María Elena González en la disquisición sobre el concepto de historia de América y el 12 de octubre, dice: “...Cada quien ve en él lo que quiere ver. Pero quizá dentro de tanta quimera pueda filtrarse algo de verdadera reflexión histórica que permita renovar nuestra visión del pasado...” (1993: 56). Es mi deseo pensar la historia de la manera más compasiva, amplia y tolerante posible, lo cual no quiere decir que sea un pendejo sino que tengo el derecho, y lo ejerzo, a hacer del conocimiento del pasado de mi continente una labor de vida, una ética, un habitus; no sea que octubre se convierta, como decía Monsiváis, un mes después de los sucesos en la Plaza de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, “...en el mes más cruel que mezcla memoria y rencor y enciende la parábola del miedo en un puñado de polvo...(2010: 305). Lo contrario sería entrar en polémicas bizantinas o histerias absurdas. 
Y hablando de la histeria y la historia, tenemos aseveraciones, por demás hiperbólicas, de la concepción de minusvalía que prevalece en cierto falso ideario sobre la identidad americana, como la descrita por Octavio Armand en el ensayo titulado “América como mundus minimus”, cito:
Seremos siempre un cadáver transformista: europeos venidos a menos. A mucho menos. Nos revolcaremos siempre, pobres indigenistas, marxistas, capitalistas de segunda, en la jaula de definiciones que otros han inventado. Esos otros gozan viéndonos trepados en lo real maravilloso, como monitos pintados por el aduanero Rousseau; en taparrabos, o enfrascados en interminables guerras, guerritas y guerrillas que solo demuestran nuestra indefensión. Saben que siempre podrán reírse en nuestras barbas. Le tenemos alergia a la realidad. Quizá porque las pocas veces que hemos intentado rozarla hemos comprobado que no existe. América no existe. Fuimos inventados, fuimos improvisados. Nuestra historia ha de ser ficción y nuestra voluntad improvisación. Una novela de García Márquez es más útil para conocer nuestra soledad que todas las academias de la historia. Pero ni siquiera en esto somos verdaderamente originales. Para retratar el Nuevo Mundo esos otros que nosotros somos a medias lo vieron con una mirada arqueológica. Arruinaron la novedad de América para que se pareciera, siquiera paradójicamente, al Viejo Mundo, a sus propias raíces, a sus ruinas. Cortés fue algo así como un paradójico Schliemann para nosotros. Destruir a Tenochtitlán fue un poco como excavar a Troya. Sólo la destrucción permitiría que la capital de los aztecas se convirtiera en la capital de la Nueva España. (2005: 39-40)

...Un minuto de silencio por la memoria de este pensamiento difunto.
Gracias por su paciencia y atención. 

Bibliografía

Acosta, Héctor (coord.) (1993). Una mirada humanística. Caracas: Fondo Editorial de Humanidades, Universidad Central de Venezuela.
Armand, Octavio (2005). El aliento del dragón. Caracas: Ediciones de la Casa de la poesía J.A. Pérez Bonalde.
Bolívar, Simón (1997). Escritos fundamentales. Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana.
Cabrujas, José Ignacio (2009). El mundo según Cabrujas. Caracas: Editorial Alfa.
Colón, Cristóbal (1991). Diario de a bordo. Madrid: Historia 16.
EZLN (1995). Documentos y comunicados, 2. México: Ediciones Era.
Monsiváis, Carlos (2010). Días de Guardar. México: Ediciones Era.
Vázquez Montalbán, Manuel (1999). Marcos: El señor de los espejos. Madrid: Editorial Santillana.

Nota: Este discurso fue pronunciado en la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela el 23 de octubre de 2012, junto a los antropólogos Rodrigo Navarrete y Ronny Velásquez. Soy responsable de toda lucidez que allí esté escrita, las locuras son de otro.

martes, 18 de septiembre de 2012

Medellín de palimpsesto


Cementerio San Pedro

Me fui a Medellín tras los pasos de Fernando Vallejo, mi verdadero padre. Aunque él piense que la reproducción es un flagelo, lo cual es cierto, aun así fui engendrado en su pensamiento, palabra, obra y omisión, es decir, soy una suerte de pecado involuntario. Lo mismo podría decir de Nietzsche, Said y Monsiváis. Todos ellos hombres especiales en mi formación intelectual, todos muertos. Salvo uno que anda vivo y mentándole la madre al prójimo, ese es Vallejo. Alguna vez me invitaron a conocerlo pero desistí de ese encuentro, dos diablos no se pueden encontrar en un mismo espacio, somos machos alfas y terminaríamos a dentelladas, o a lo mejor no. En todo caso no me interesa el autor sino la obra, porque esta última fue la que me arrastró, como las aguas del río Cauca con toda su mierda y sus gallinazos, hasta la ciudad de Medellín. 

Durante mucho tiempo, quizás dos décadas, Medellín fue la ciudad más peligrosa del mundo, la sucursal del crimen, el narcotráfico, campo de acción de Pablo Escobar, de los paramilitares, de Uribe Vélez, de una fauna variopinta que conformó una manera de vivir el terror y la violencia urbana. Hoy en día forma parte de un crecimiento económico considerable, con signos visibles de mejoras en los servicios públicos y de políticas gubernamentales orientadas hacia la incorporación de los habitantes pertenecientes a los sectores más deprimidos, los de las comunas. Quise testificar esos cambios con mi presencia y no salí defraudado. 

María Auxiliadora, Iglesia de Sabaneta.
La noche que llegué al hotel sintonicé la televisión, algo inusual en mí pero me dejé llevar por la curiosidad, y para mayor sorpresa me encontré ante la novela Pablo Escobar, el patrón del mal. Esa producción forma parte de otra serie de narconovelas que marcan la pauta en materia televisiva colombiana, bien sea para consumo interno o externo. En todo caso la vida de los narcos parece ser el nuevo centro de atención de los latinoamericanos. Lo cual no me genera sorpresa alguna, puesto que este continente siempre ha sido un campo fértil para el crimen y para la conformación de estos antihéroes, con toda su carga compleja y de difícil asimilación. Y pensar que a Vallejo lo consideran apologista de la violencia colombiana; menuda farsa en un continente donde el crimen es un espectáculo de consumo masivo. Bastaría prestar atención a las letras de cualquier reggaetón para darse cuenta de las innovaciones musicales que relatan el crimen, mientras unas mujercitas neumáticas se mueven al ritmo primitivo de ven-a-mí-papito-que-te-cojo.


Edificio Coltejer, emblema de modernidad antioqueña.
Cuento todo esto sobre Medellín porque lo que vi me lleva a pensar en una suerte de exornación de los espacios donde actuó el Cartel de Pablo, el Patrón. No será fácil explicar esto, requiere de otras entregas sucesivas, pero no puedo pasar por alto lo que se presenta como un elemento sintomático de lo que llamaría “Medellín de palimpsesto”…Ya seguiré reflexionando sobre el particular.