viernes, 16 de diciembre de 2011

(Auto)Bienvenida

“El exilio es algo curiosamente cautivador sobre lo que pensar, pero terrible de experimentar. Es la grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza. Y aunque es cierto que la literatura y la historia contienen episodios heroicos, románticos, gloriosos e incluso triunfantes de la vida de un exiliado, todos ellos no son más que esfuerzos encaminados a vencer el agobiante pesar del extrañamiento. Los logros del exiliado están minados siempre por la pérdida de algo que ha quedado atrás para siempre.”
Edward Said, Reflexiones sobre el exilio.

De niño me gustaba jugar con el Mapamundi, el tomo 15 de la Enciclopedia Barsa tiene un suplemento de mapas y banderas interesantes a la hora de estudiar geografía. Uno de mis placeres consistía en calcar mapas de todas partes del mundo, a los 10 años ya me sabía los nombres de los países, sus capitales y colores de las banderas que los distinguían. Sentía una curiosidad instintiva que no supe identificar hasta llegar a la universidad.

Los países más recónditos del área septentrional causaban una extraña sensación en mí. Recuerdo disfrutar mucho calcando los mapas de las naciones escandinavas, especialmente Islandia y su capital de nombre impronunciable para un caribeño en edad infante: “Reykjavík”, ¡Reykjavík!, Rey-kja-vík, Reichavik, creo que la última suena mejor en castellano. Me gustaba imaginar que vivía en Islandia, el nombre de por sí remitía a un lugar idílico, estancia de dioses, espacio más-allá-de-la-humana-convención. Mi madre sospechaba la razón por la cual no quería participar en ningún deporte, prefería permanecer en mi habitación con mi juguete lleno de coordenadas.

Cuando estudiaba en la universidad conocí a un amable profesor de antropología que me regaló un libro de poemas, el autor era un hombre, aparentemente, reconocido: Eugenio Montejo. Este profesor conocía de mi extraño anhelo por Islandia y en una conversación me recitó fragmentos de un poema homónimo escrito por ese, para mí, desconocido poeta. Le dije que esa idea era mía, que a mí se me había ocurrido antes. La arrogancia de los jóvenes universitarios no conoce límites, supongo. Lo cierto es que este profesor de antropología me invitó a conocer a Montejo en una librería de la ciudad; yo acepté ir. Cuando lo vi por primera vez me pareció un hombre pequeño y de bigote gracioso, peinado de lado, como acostumbraban a los niños a ir al colegio, y un blazer marrón; el tipo era todo un caballero impecable. Me lo presentaron y mi primer comentario fue recriminarle que me había robado un poema. ¡Eugenio Montejo me robó un poema! Insisto, eran años de arrogancia. Él se sorprendió por mi comentario y me preguntó cuál era el poema. Islandia, le dije. Punto y aparte para contar la historia del poema, según mi memoria.

Ese poema tiene una historia particular –dijo Montejo-, lo escribí luego de unas vacaciones en Europa. Yo trabajaba en el consulado de Venezuela en Portugal. En el verano habíamos decidido irnos de viaje por el continente, pero aún no habíamos planificado el destino. Le propuse al grupo ir a Islandia (Risas). Ninguno me creyó pero yo insistí en conocer Islandia. Finalmente, el grupo decidió ir a Italia y yo me vi obligado a acompañarlos, no la pasé mal. Sin embargo, desde ese momento quedó en mí la expectativa, nunca satisfecha, por conocer Islandia. Le escribí un poema para compensar el viaje que nunca realicé.

Esa es la historia de mi encuentro con Montejo. Y con ella deseo empezar una bitácora de viajes personales que incluyen parajes ciertos, otros inventados y muchos añorados sin razón aparente.

La figura del exilio posee un atractivo para mí, la idea de este blog es explorar(me) hasta qué punto requiero uno y si cabría la posibilidad de construirlo a nivel interior; desde los confines de mi propia geografía. El poema de Montejo explica, en parte, ese anhelo personal por trascender los límites de mi condición meridional.

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