martes, 20 de diciembre de 2011

Un descenso de vida



No sabía con exactitud para qué había ido a Ecuador. Mejor dicho, no lo supe con certeza hasta ver desde la Panamericana aquellos magníficos volcanes. A medida que avanzaba por la carretera iban apareciendo en el escenario los colosos dormidos, dioses de otras eras. Mi destino era visitar el Cotopaxi, un titán silencioso pero que aún respira y ve desde sus alturas el crecimiento de la provincia que lleva su nombre. La carretera es tan amplia y bien asfaltada que siento el avance de la camioneta a una velocidad constante; es como si estuviera jugando Enduro, mi juego de Atari favorito.

Por fin llegamos a la entrada del Parque Nacional Cotopaxi. Es una reserva ecológica importante para los ecuatorianos porque de los glaciares del volcán extraen la mayor cantidad de agua potable que consumen en Quito y otras regiones adyacentes, además posee una diversidad de especies animales que estuvieron al borde de la extinción. Lo único que puedo recriminarle a los ecologistas es la siembra de pinos, no son árboles autóctonos y aunque no afean al paisaje aún no se han medido las consecuencias que su siembra puede traer al suelo; parece más una escena de los Alpes suizos y no un paisaje andino. En fin, pagamos el importe por ingresar, dejamos al perro de Beto -nuestro guía y gran compañero de viaje- en un resguardo de animales domésticos y emprendemos el trayecto que nos va a llevar directo al “Cuello de Luna”, significado de Cotopaxi en lengua preincaica, Coto (cuello), Paxi (luna).

El mundo se ve distinto cuando estás a más de cinco mil metros de altura. El viento es agresivo a esa hora del día y todo está lleno de nieve, una espesa nieve que no te deja caminar muy bien para alcanzar el primer refugio. Diez minutos después descendemos unos metros en la camioneta hasta guarecernos del viento en una pequeña garita de guardaparques en proceso de construcción. Bajamos las bicicletas montañeras del rústico. Me propongo descender en bicicleta el segundo volcán activo más grande del mundo, la emoción me invade y soy el primero del grupo en tomar una modelo Trek.

Antes de empezar el descenso, Beto gira instrucciones en inglés y luego lo hace en español. En broma, recojo nieve del suelo y les digo que me la voy a llevar como parte de un anhelo caribeño. Una vez giradas las instrucciones, me coloco los audífonos y pongo una pieza de Paul Van Dyk ya dispuesto a emprender la carrera. Se me adelanta un suizo loco, no me preocupo porque sé que en cualquier momento lo voy a alcanzar –el tipo no ha parado de fumar desde que salimos de Quito-, entre curva y curva no me doy cuenta que la tierra está llena de rocas volcánicas y la bicicleta se desliza con facilidad. Hay que tener buen equilibrio para no caer. Con tanta adrenalina no logro anticipar una curva pronunciada, resbalo y caigo dando una voltereta entre la tierra. Realmente no me importa el golpe, estoy ante una maravilla de millones de años de formación geológica y lo menos que pienso es en la raspadura que me he propinado en el brazo izquierdo. Soy una hormiga que desciende por el lomo de un dios-volcán, deidad preincaica, temor de los colonos españoles. Soy un pequeño invasor que no entró en gracia con el Cotopaxi, no le caí bien.

La caída no fue impedimento para mí, retomé la ruta en descenso y de allí fui a parar a una laguna. Espero a los demás ciclistas y luego hacemos una parada para almorzar. Le digo a Beto que deseo llegar hasta la carretera Panamericana solo.

No podía seguir el trayecto montado en bicicleta, contengo la energía que aún me queda. Ha llegado el momento de la reflexión, y lo hago al margen de la autopista, allí también hay unos rieles que recién recuperaron, son los rieles del ferrocarril, un largo trayecto que une a la sierra y a la costa, en ese pequeño gran país que es Ecuador. Pienso en la hazaña del descenso, en la belleza del parque, en el mal humor del volcán, los ríos que atravesé, los bosques de pino, la fauna que no pude ver porque, con razón, se esconde de la especie humana, los rieles que conducen a la estación de Chimbacalle, medio de transporte de otra época, de la de Eloy Alfaro, su fundador, de la de un país agrícola, indígena y mestizo. Pienso en el orgullo de un pueblo que apenas abre sus puertas a la nacionalización de su petróleo y empieza a disfrutar de sus fuentes de riqueza. Pienso en América Latina y en la necesidad de recorrerla entera, porque es mi continente y el objeto de mi pasión. Le pregunto a mi amigo si disfrutó el descenso, me dice que lo único que le importaba era sobrevivir, lo demás eran agentes distractores. No me aguanto y estallo en risa desenfrenada. Mi descenso no significó riesgo de caída o supervivencia, tenía que ver con aventura y, sobre todo, vida, mucha vida.

Empieza a caer la tarde y yo debo tomar el camino que me lleve al Chimborazo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario