miércoles, 11 de enero de 2012

Acuífera Esfericidad*


Siempre a Camilo la idea del suicidio le había resultado atractiva. Sin saber por qué, su vida transcurría en un sinsentido, parecido a esos lugares a donde sabemos llegar pero al estar allí olvidamos el camino de regreso. Y es que el retorno le resultaba algo imposible, una búsqueda infinita que no daba el mayor vestigio de linealidad, sino una imagen similar a un ciclo fatídico, un destino griego imposible de eludir.

La tarde del 24 de julio de 1995, Camilo se encontraba en un punto intermedio, un punto de un semicírculo dispuesto a cumplir con su objetivo de girar los trescientos sesenta grados completos y así continuar, y así continuar, y así continuar. Dispuesto a romper con el tormento, sólo pensaba en un acto que pudiera representar artísticamente el letargo de la existencia. Sí, Camilo era un fiel discípulo de la auto-aniquilación, una vía rápida que lo condujera a una experiencia única e irrepetible: el cese de las funciones vitales.

―Señor, me da usted un permiso.―Fue lo único que Camilo alcanzó a escuchar en medio del bullicio del tren subterráneo, aquella solicitud imperativa era prueba de que aún se encontraba en sí y, desgraciadamente, en todos sus sentidos.

Le disgustaba enormemente que el mundo circundante lograra, en su empeño por mantenerlo reducido a una vil existencia, sacarlo de su propia abstracción, eran esos innumerables y cotidianos “buenos días”, “disculpe usted”, “me hace el favor”, “permiso”, “son las….en punto” y tantas otras frases de la educación, de una formalidad en la que él nunca había participado ni decidido nada en torno a ellas ¿Por qué reproducir algo en lo que la capacidad de creación del hombre se reduce a mínima expresión, lugares comunes que nadie ha soñado, que nadie conformó y, sin embargo, todos debemos seguir? Los ritmos atávicos sobre los cuales gira la vida cotidiana hacían de Camilo un ser marchante al compás de una melodía mortecina, un compás lúgubre de repeticiones convergentes sin la presencia cálida de un logos, sin una imagen estética capaz de sintetizar la veracidad de la especie humana.

¿Acaso la evolución era el resultado palpable de algún error, de una acción espontánea, de un erupto intergaláctico? Para la dialéctica de Camilo el Homo sapiens sapiens era un reflejo de todo lo escatológico que podemos encontrar en la naturaleza. De no haber nacido en el siglo veinte, fácilmente hubiera congeniado en alguna esquina del medioevo con todo su desdén teológico, pero existía un detalle, no le había tocado existir en el mediodía de la civilización cristiana, aunque tampoco se pudiera decir que era un hombre de su tiempo, se encontraba en medio de una situación de ingrávida sospecha, era un anacronismo encarnizado. Ni el Malleus Maleficarum ni la Crítica de la razón pura encajaban en totalidad con su extraña personalidad. Acostumbraba a imaginar a las personas alrededor como si fueran un costal de mucosidades, de heces y orinas, por eso no era extraña la idea del suicidio en su pensamiento, él mismo se consideraba una partícula de polvo y todos sus vecinos y compañeros de trabajo se alejaban de él como si fuera a ocasionarles un cuadro alérgico crónico; entonces ese polvo arrojado al viento no hacía otra cosa que planear su propia extinción, único acto de voluntad que el destino le permitía elaborar, si acaso.

― “Todo lo comemierda simplificado en un ser bípedo, mayor descaro el de un ser que disfraza su desnudez con unos harapos, como si al ocultar el sexo pudiera justificar todo el salvajismo intrínseco a ésta especie. Degenerados, infelices, intentan burlar su sed de sangre y carne sirviendo sus instintos en platos bien decorados y, como para no mancharse de culpa, utilizan cubiertos, cubiertos de qué, eso no cubre nada, nomás están solos y toman la pieza con las manos, sus pequeñas y sucias manos con pulgares opuestos”― Así transcurría el pensamiento de Camilo camino a su casa, no hallaba palabras que pudieran armonizar su desdicha con la existencia, nada podría salvarlo de su desesperada decisión, nada, ni una caricia, ningún gesto complaciente.

Su madre le decía que había nacido con una bola de mierda en la nariz, porque todo le hedía. Desde joven prefería estar solo e inventarse juegos donde fuese un héroe, uno de esos personajes que lo golpean y le caen a tiros y aún así no logran despeinarlo, un James Bond del barrio con una aventura por delante. Toda esa imaginación transcurría mientras se bañaba, le encantaba que sus dedos quedaran arrugados por los efectos del agua tibia hasta que los gritos de sus hermanos saboteaban su pequeña fantasía con la excusa de estar orinándose, o de cepillarse los dientes. “¡Nojoda es que no hay más baños en ésta casa!”, gritaba enfurecido Camilo, podía sentir la risa de sus hermanos detrás de la puerta; éstos, a su vez, le recriminaban a la madre la falta de respeto de Camilo y le envenenaban la mente diciéndole que era sospechosa su actitud y todo el tiempo que duraba encerrado en el baño, dizque si era un pajizo, dizque si últimamente estaba muy flaco, dizque no hablaba con nadie en el colegio. Hasta una vez le pusieron debajo del colchón unas revistas pornográficas y los padres, abyectos católicos, le recordaron la noble causa de Caín por haber matado al majadero de Abel, y Camilo entristecido se encerraba en su cuarto con el dolor en las piernas hinchadas por los continuos correazos infligidos contra su frágil anatomía. A los diecisiete años Camilo decidió marcharse de la casa de sus padres y fue entonces cuando emprendió la marcha que lo llevaría a profesar una vida contracorriente.

― “Son treinta y cinco años, restándole los primeros cinco de los que no logro acordarme un carajo. Toda una eternidad fingiendo ser alguien que no soy, conversando con gente que no me interesa tratar y siguiendo órdenes de algún hijo de puta con poder legítimo. En dónde está la legitimidad del poder, en dónde reside la capacidad que tiene un hombre de mandar a otro, bajo cuál presunción debo obedecer a cuanto bastardo se le haya otorgado un grado de superioridad. ¡Ah, pero ya van a ver de lo que soy capaz de hacer! Les serviré de ejemplo para que se comparen y entonces entiendan lo patética que son sus vidas ¡Cuánto afán, cuánta ladilla, cuánta miseria estereotipada!”― Apenas se asomaba un vestigio remoto de sonrisa en su rostro. Cada vez que imprecaba a la humanidad de insultos solía regodearse en la capacidad de ser distinto, una superioridad usurpada debido a que no contaba con la aprobación de las personas con las cuales acostumbraba medirse en sus infinitas y desordenadas meditaciones.

En un mundo de aparente intelectualidad vivía Camilo, los días transcurrían en medio de lecturas consecuentes para alejarse de la realidad circundante. En definitiva, era un hombre que padecía de una soledad, pero su situación no era única. Miembro de una suerte de “Club Secreto de las Soledades Colectivas”, aún sin saberlo, la existencia le producía un dolor mental del que no lograba escapar. Esa situación hiriente y resentida esperaba en el azar la solución paliativa a su sufrimiento, no todo era una configuración mental, también la temporalidad lo arrastraba hacia oscuros callejones del desprecio y la anormalidad. Una criatura enferma, un espíritu trashumante en medio del suburbio esperando en cada esquina la realización de un mundo paralelo, uno donde los valores fuesen subvertidos, donde lo grande fuese chico y la claridad una sombra apenas reflejada en las paredes.

Sin darse cuenta de las personas apostadas en la entrada del edificio, Camilo entró y tomó el ascensor rumbo al décimo piso. Al llegar al apartamento giró la llave de la cerradura y la puerta de su residencia abrió de par en par, con mucho sigilo realizó el cierre de esta. Al entrar, notó que algunos papeles se habían desperdigado sobre la sala, producto del descuido de haber dejado las ventanas abiertas y de la atrevida curiosidad del viento por saber qué estaba escrito sobre las hojas. Eran notas indistintas sobre críticas literarias que hacía en sus ratos de ocio, mirada aguda sobre las páginas de autores célebres, y allí estaban por doquier, un Stendhal en el sofá, Cabrujas en el suelo, García Lorca asomado tímidamente al pié de la mesa, Arciniegas y Rulfo en una misma página acompañados por una lámpara de noche, en fin, todos sus apuntes víctimas de un torbellino intrépido y fugaz. Se dirigió al balcón con el propósito de trancar las ventanas, luego arrastrando los pasos penetró en la habitación y comenzó a desvestirse.

― “¿Y si todo esto es producto de una locura? No Camilo, ésta es la única solución. Piensa, ¿qué será mañana? Ya sé, déjame adivinar, cuando el reloj se detenga en la hora sexta del día sonará, igual que ésta mañana, al igual que ayer y antes de ayer. Otra más, percibirás el aliento pútrido de la gente en el vagón del subterráneo; luego, pasarás por la cafetería por un tinto, ni muy fuerte ni muy suave, termino medio como te gustan todas las cosas. Al llegar a la oficina sentirás una extraña angustia porque aún no llega la compañera de tus fantasías, Carmen, esa mujer que no logra salir de tus pensamientos y, sin embargo, jamás ha volteado a mirarte, como si supiera que estás allí y que siempre la observas pero en su arrogancia coqueta, de presumida feminidad, opta por ignorarte. A continuación, todo el día estarás analizando informes cuyo paradero desconoces, presupuestos interminables de cifras abstractas. Lejos de ti, bien lejos de ti volver a esa vida”.

Por un momento Camilo vaciló en su decisión, pensó que un milagro podría ocurrir en ese preciso instante. La vida suele dar sorpresas y en el momento menos esperado un halo de fe podría brindar un giro en el curso de los acontecimientos, lo único que no escapa son las consecuencias de las decisiones una vez llevadas a cabo. La paradoja de una intervención divina resultaba inverosímil y además efecto inmediato de lo sugestivo del entorno, por eso Camilo hizo mutis con la idea de un posible arrebato, al mejor estilo de la propaganda pentecostal, y siguió adelante con su fatalismo.

Con toda la humanidad al descubierto pasó primero por la cocina donde tomó un cuchillo, luego fue al baño, giró el grifo de la bañera, primero la del agua caliente, seguida de la fría. El agua fluía rauda y toda su calidez contenida en un gran espacio ondulaba de un lado a otro figurando oleaje. Esperó pacientemente a que la tina se llenara, luego se introdujo en ella y sintió cómo su peso fusionado con el agua hacia que esta subiera hasta derramar un poco en los bordes. Poco a poco, la densidad acuífera penetraba en sus poros y el cuerpo hundido presagiaba lo que pronto iba a ocurrir. Camilo tomó el cuchillo con la mano derecha, lo sujetó fuerte y pudo ver su rostro distorsionado en la hoja afilada, sintió un escalofrío que subía por los pies hasta llegar a la cabeza. Recordaba, en un súbito humor negro, las clases de física de la preparatoria, los conceptos de masa y volumen, la relatividad, entre otros, y pensó que la gravedad era un fenómeno extraordinario, tan espectacular que no podía dejarlo salir de su propia esfera, las barreras estaban delimitadas desde tiempos inmemoriales, donde el hombre no había tomado parte alguna. Entonces esta grávida prisión terrenal se le hacía cada vez más pesada, casi sentía que una mano invisible le apretaba la cara contra el asfalto, hasta llegar a convertirse en materia impávida, en algo tan pesado que solo la rotación podría intuir su movimiento.

La mirada fija en el cuchillo lo mantenía ensimismado, mientras los segundos corrían sin que Camilo pudiera percatarse. Estaba solo, solo en su inmensidad, entre el espacio que limita entre estar y dejar de, o como quien dice, al borde de un abismo. Sin parpadear, perdido en la magnitud de sus pensamientos estuvo largo rato, hasta que de pronto un súbito ruido que provenía de quién sabe dónde logró sacarlo de su estado. Volvió a agarrar con fuerza el cuchillo y sin pensarlo dos veces se rajó las venas del brazo izquierdo de un extremo a otro. Sin detallar en el dolor, hizo lo mismo con el brazo derecho. Al rato sentía un ardor en las muñecas, la sangre se confundía con la pureza del agua creando un rojo adulterado, un sabor metálico en la boca le recordaba ásperamente que aún estaba vivo.

Camilo reclinó la cabeza en el borde de la tina, levantó los ojos al techo mientras un brazo colgaba por fuera desangrando. Un pocito de sangre se hacía alrededor, las líneas de la cerámica lograban encauzar la sangre hacia el sumidero, el rojo intenso se iba de su cuerpo, la palidez fue apoderándose de él y donde antes hubo pulso y actividad natural, ahora solo quedaba la agonía blanquecina de un hombre próximo a ser cadáver.

― “¡Carajo!”― Fue la última palabra que alcanzó a decir Camilo. Sonaba a balbuceo, a murmullo de moribundo. Los ojos se le fueron poniendo chiquitos mientras la vida se le escapaba a gotas, una pequeña lucha involuntaria hizo que se reclinara un poco pero ya no le quedaban fuerzas, y su cuerpo se hundió por completo en la tina creando una acuífera esfericidad en torno suyo; la muerte para Camilo resultó ser la única posibilidad de alcanzar el tan anhelado holismo.

FIN

*Este cuento fue escrito en 2007, creo. Hoy día le cambiaría el título, tengo varios, entre ellos: De cuando Camilo decidió acabar con su existencia…y lo hizo o Pendejadas de un anarquista misántropo. No le he cambiado nada con el objetivo de mostrar respeto a aquel joven de veintitantos años de edad.

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