domingo, 8 de enero de 2012

Viaje vertical (con boleto de ida y vuelta)



“Buscó dormirse diciéndose que se encontraba en otra isla, que estaba en Cuba, en la ciudad de las columnas, en La Habana, y tal vez porque nunca había estado en ella le pareció que la atravesaba el viento de la nada.”

Enrique Vila-Matas, El viaje vertical.


Junto a los viajeros de parajes inciertos se encuentran los libros que saben con certeza su fatum. Antes de volar a La Habana había decidido traer en el equipaje la Poesía y prosa selectas de Eliseo Diego y un ejemplar de la novela El viaje vertical de Vila-Matas. El primero pasó de mi biblioteca a la mesa de noche de la habitación donde estaba hospedado, quise pasearlo a las playas del este y le conferí la oportunidad de narrarme unos poemas hermosos pero que no me decían nada en ese momento. El segundo tuvo mejor destino.

No voy a realizar una crítica literaria de la novela de Vila-Matas, la razón por la que llegué a su lectura se debe, en principio, a una necesidad de actualización académica, obligaciones pertinentes de mi profesión, y más cuando se trata de un Premio Rómulo Gallegos.

Imaginemos un viaje que emprendes por circunstancias ajenas a tu voluntad, a una edad donde no se te ocurriría tener que empezar de nuevo, rumbo a una caída que no parece tener final. Ese es el viaje de Federico Mayol. Un descenso geográfico y atemporal, y en la medida que avanzas vas perdiendo de vista todo aquello que estaba tan apacible en su cotidianidad, tu familia, tu pareja, tus amigos, tus afectos, tus odios, tus complejos, tus miedos. Ese es el viaje de Federico Mayol. Te das cuenta que no necesitas encajar en ningún lado porque todos los lados son iguales, que la vida te condena sin poder acudir a tribunales para apelar la sentencia. Acompañé a Mayol durante su descenso paulatino hacia la nada, o hacia la Atlántida. Maldita quimera de Platón, inventar un continente majestuoso para luego hundirlo, no se puede esperar nada menos del sujeto que inventó el alma y jodió el pensamiento de occidente.

Mayol me invitaba a ser su compañero silencioso de viaje, lo que no sabía es que él también buscaba desesperadamente una isla. No la encontró en Madeira. Tampoco en Las Azores, aunque no llegó a ir. Imaginó que caminaba por las calles de La Habana, aunque nunca estuvo en Cuba. Finalmente, optó por recoger su equipaje y se marchó con paso sigiloso rumbo al continente hundido. Se fue a hundir en su propio ocaso, para no regresar nunca más.

Del viaje con Mayol recuerdo los recorridos por La Habana. Sin querer, le ayudé a cruzar el océano Atlántico y lo invité a sentarse en las plazas del Vedado, le invité una cerveza en el Hotel Plaza y después desfilamos por el Paseo del Prado a ver el atardecer en el Malecón. Sin querer, le di datos a Mayol para que continuase su descenso al sur, hacia sí mismo, que a fin de cuentas es el recorrido por el que todos en algún momento debemos transitar.

Yo no sabía que los viajes podían llegar a ser tan reveladores. El libro, de lectura tantas veces postergada, cumplió su destino. Ha llegado el momento de pasarle a otro la bitácora del viaje vertical.

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