Mi abuelo
tenía una vaca que se alimentaba de morocotas. Siempre me dio curiosidad cómo
aquel animal no moría atragantado de oro, pero sus tres estómagos alcanzaban
para guardar lo suficiente.
A las
cuatro de la mañana el abuelo se levantaba para recolectar los lingotes que
defecaba el cuadrúpedo, luego los guardaba en una caja fuerte de los años
veinte, cortesía de su compadre El Benemérito. La combinación solo la sabía él,
por lo tanto era difícil cuantificar la cantidad de oro acumulado que tenía.
Las
morocotas las obtenía en Cúcuta producto del intercambio de la cosecha de
patatas. Sí señor, el abuelo era de esos hombres duros del campo andino,
acostumbrado desde niño a las rudezas de la naturaleza y a vivir con lo mínimo
indispensable. Su vaca era lo único que lo mantenía ocupado y la familia
guardaba el secreto por temor a que los habitantes del páramo un día se
hicieran con el botín.
Una tarde
la vaca fue hallada muerta a la orilla del río Chama y los zamuros se
encargaron de sus restos. El abuelo entró a la casa, cargó su escopeta, y desde
aquel entonces se dedicó a matar zamuros en una tierra donde ya no había vacas.
*Basado en un cuento corto de Ednodio Quintero, forma parte de un ejercicio elaborado durante un taller literario.
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