miércoles, 9 de mayo de 2012

Porque yo soy como Amélie




Soy un aficionado al cine, la gente que me conoce lo sabe. Ni siquiera podría decir que llego a la categoría de cinéfilo, no aspiro a ese nombramiento de honor. También debo confesar que padezco de una enfermedad terrible comúnmente conocida como cinesífilis (triunfo de Andrés Caicedo), no existe inyección intramuscular de penicilina que me pueda curar. La pulsión escópica que me obsesiona podría ser calificada como uno de los tantos rasgos que define mi neurosis. Soy un amante voyeur de la fotografía en movimiento y a menudo fantaseo con ser la cuarta pared. Algo erótico tiene ese espacio oscuro, algo íntimo que descifrar en el sonido y el tamaño de la pantalla, algo personal debe haber en la asistencia recurrente a las salas comerciales de proyección. Estoy tan jodido de la cabeza que considero al cine como un protocolo de percepción de la realidad, parte de mi cotidianidad está filtrada por el imaginario de tantas películas que he visto – cuando era niño uno de mis juegos favoritos era recrear escenas de acción en el baño –, el daño es irreversible y los efectos colaterales ya se han hecho sentir en mis relaciones personales.

Soy las películas que he visto, ellas me narran. Prácticamente no encuentro otra manera de asociar mis recuerdos si no es a través del cine. Sin ir muy lejos, al hacer un análisis retrospectivo de mi infancia los únicos referentes que acuden a mi débil memoria son las imágenes de Star Wars, las batallas entre la orden Jedi y los Sith, la primera como garantía efectiva del sacerdocio por la paz y el autocontrol (Anger Management), y la segunda en calidad sombría haciendo esfuerzos imperialistas sobre la galaxia a fin de obtener el control. Mitos griegos fusionados con tradiciones budistas y sistemas políticos romanos. En un instante era un Jedi, tomaba mi espada – tubos de bombillos fluorescentes puestos en la basura – y combatía a los enemigos de la república. No obstante mi simpatía por el lado “bueno” de la fuerza, un sentimiento de compasión y ligera complicidad me inclinaba a tomar partido por Dark Vader. Después de grande comprendí que aquella saga de George Lucas era un lugar que recreaba los conflictos humanos, con sus matices, luces y sombras, porque todos hemos sido arrastrados por el lado oscuro de la fuerza y vuelto a nacer en la redención eterna del Universo; más tarde que temprano entendí que el cine es el teatro de la era contemporánea, la catarsis colectiva.

Las historias que aprendí fueron proporcionadas por la industria cinematográfica. La idea que tengo de la Revolución Francesa fue la adaptación que hiciera Bille August de la novela homónima Los Miserables (1998), Jean Valjean no existió y su nombre real es Liam Neeson. Denzel Washington participó en la Guerra Civil Norteamericana, el pobre sufrió mucho las crueldades de la esclavitud sureña, y si no me creen vean Glory (1989). La Guerra de Vietnam parece un cuento de terror escrito a cuatro manos por Edgar Allan Poe y Joseph Conrad, en esa intervención la mentalidad protestante de los gringos seguro pensó que era el fin del mundo, pueden constatar lo que digo si ven Apocalipsis Now (1979), el mismísimo Marlon Brando estuvo allí y se volvió loco ¿Se dan cuenta que la historia sería menos visible sin la intervención del cine? Ahora no vengan con cuentos los profesionales de las ciencias sociales ni de la historia a analizar mi visión del mundo, dizque porque está mediatizada, dizque eso no fue lo que pasó, dizque son dramatismos de la cultura de masas, dizque ese tipo de pelucas no fueron usadas por los Borbones antes de ser guillotinados en plaza pública por juicio divino y popular – vox populi, vox deus –, pa´que sean serios y no se gasten la plata del presupuesto nacional en bacanales, he dicho. La interpretación del mundo es mediática, eso no está en discusión, y la verdad de la historia no existe, ¿o es que pretenden hallar la cuadratura del círculo? Buscar la verdad es como ir tras El Dorado, lo sé porque Werner Herzog me lo contó en Aguirre, la cólera de Dios (1972), ese alucinado tenía problemas de ego, aparte de sufrir de coprolalia – si no sabe el significado de la palabra, entonces acuda al diccionario, al “mataburro”, como le dice mi abuelo –, ¿o era Klaus Kinski?, ya ni sé.

En fin, soy como Amélie porque imagino la vida como una gran ironía cinematográfica, porque soy un antihéroe que reparte justicia absurda por la ciudad de Caracas enseñando a la gente hasta cómo debe usar el metro, porque mandé un mail que viaja por el mundo como el gnomo que tiene mi papá en el jardín, porque hasta banda sonora tiene mi vida y no me despego de los audífonos nunca, porque me emociona estar haciendo algo que me mantiene callado por dos horas.


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