sábado, 26 de mayo de 2012

Un texto revelador


   Ya sentía la droga descender de los conductos nasales directo a la traquea. Bien empericado salió del baño rumbo a la sala donde se hallaban las tragaperras. Desde hace dos semanas, una vez terminada su jornada, iba religiosamente al casino ubicado cerca de su casa. Nunca había jugado nada en su vida, salvo una que otra rifa, de esas que hacen para recaudar fondos en las universidades. Tampoco era un hombre con suerte, pero Antonio pensaba que apostar un poco de dinero lo reivindicaba de la monotonía. Una a una introducía las fichas en la lúdica máquina, jalaba la palanca y esperaba a que la diosa de la fortuna decidiera el resto. Nada. Una noche de mala racha, pensó. Palpó el bolsillo interior de la chaqueta y notó que aún quedaban unas cuantas fichas para un último intento. La emoción crispaba su rostro al ver que en la segunda fila descendía verticalmente el mismo limón que en la primera; el tiempo parecía detenerse y la tensión aumentaba ante la expectativa de la tercera. Una mezcla de emoción y sudor eran señales inequívocas que había ganado.

   El premio en metálico fue de un millón de bolívares. Antonio no atinaba en cordura y enceguecido por la victoria decidió volver al baño a inhalar un poco más de polvo. El mismo procedimiento automático, la misma sensación de furia, respiración profunda ante el espejo y las manos simulando un cuenco lleno de agua directo a la cara. Ahí estaba, frente a frente con una imagen no reconocida. Recorrió con su mirada su propia identidad y pensó que así debían verse los ganadores. Salió del casino sin ser notado, últimamente pasaba desapercibido y en repetidas ocasiones ni le cobraban el pasaje del autobús, hasta se llegó a jactar de ser una suerte de camuflaje perfecto para el hampa caraqueña acostumbrada a joder a todo el mundo. Ya en la calle hacía señas a los taxis, pero estos no se detenían. Misión imposible la de tomar transporte. Caminó unas cuantas cuadras hasta llegar a su casa. Lo de siempre, la impercepción de los transeúntes y la querella con la existencia. Quiso tomar el teléfono y contar a algún amigo la suerte del día, pese a su acostumbrado egoísmo Antonio sintió unas ganas incontenibles de compartir el botín, así en medio de tanta indecisión sucumbió ante el cansancio. Hay que comprender, alguien acostumbrado a asumir la derrota como forma de vida le resulta difícil e incomprensible la augusta sensación del triunfo. Una vez recostado en su cama tomó un libro para alcanzar un mínimo de concentración, la pasividad era su sello característico. La calma que proporciona la lectura fue interrumpida de forma abrupta en unas líneas, una sensación de espanto lo llevó a arrancar la página mientras un quedo llanto atragantado le hacía temblar, desesperado mordía los dedos de las manos mientras balanceaba su cuerpo hacía atrás y adelante en un ritmo atávico. De repente se detuvo, miró hacia la mesa de noche, abrió la gaveta e impulsado por una locura repentina salió de la habitación, sirvió un vaso de agua y empezó a tomar una a una las pequeñas pastillas sin reparar en el exceso.

   A las diez de la mañana del día siguiente una comisión del CICPC se trasladó hasta el edificio Guaicaipuro, piso 5, apartamento 53, ubicado en la avenida Baralt. A las nueve y veintisiete minutos, la central policial recibió una llamada de una mujer que decía haber encontrado el cadáver de su inquilino. El comisario Eugenio Galindo escuchaba con atención los comentarios de aquella perturbada señora e hizo señas a dos oficiales para que le tomaran declaración. Entró al cuarto donde yacía Antonio, la típica escena de un suicidio por ingesta de psicotrópicos, fue lo único que imaginó el comisario. Con los brazos cruzados siguió observando, de un lado a otro sus ojos se posaban sobre las pertenencias del occiso. Hurgó en el pantalón que tenía puesto el cadáver y halló una bolsa de cocaína, “presunta cocaína” como acostumbran a decir en el argot policial, luego pasó a la chaqueta donde extrajo un cheque emitido a nombre de un sujeto que respondía al nombre de Antonio José Rodríguez Cuevas, leyó la titularidad del documento: Casino Royal Lucky, y no pudo menos que sonreír y rascarse la cabeza. Al salir de la habitación reparó en una hoja arrugada tirada en el suelo, la abrió y leyó su contenido en voz baja:

La Naparoia
Los pacientes atacados de naparoia sienten la extraña sensación de que nadie los persigue, ni está tratando de hacerles daño. Esta situación se agrava a medida que creen percibir que nadie habla de ellos a sus espaldas, ni tiene intenciones ocultas. El paciente de Naparoia finalmente advierte que nadie se ocupa de él en lo más mínimo, momento en el cual no se vuelve a saber más nunca del paciente, porque ni siquiera puede lograr que su siquiatra le preste atención.
    
   El comisario no podía creerlo, llamó a uno de los oficiales que lo acompañaban, le mostró la droga hallada y la página junto al libro mutilado. El oficial leyó el título del libro en voz alta, “Abrapalabra”, dijo. Repasó la página suelta, mordió su labio inferior mientras cavilaba, y confundido se dirigió a Galindo.
—No entiendo. Un hombre va al casino, gana un millón, llega a su casa y luego se suicida ¿Qué piensa usted comisario?
—La riqueza, Ordóñez, como muchas cosas en la vida, se alimenta de la aprobación de los que te rodean.  

Luego Galindo dio la orden para que el cuerpo fuese trasladado inmediatamente a la morgue de Bello Monte.

Nota: este cuento forma parte de un ejercicio literario que escribí en un taller. No ha sido modificado desde entonces; ni pretendo hacerlo.

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